A finales del mes pasado, me acerqué con un amigo a ver la colección artística de la familia Abelló, que se expone en la madrileña plaza de Cibeles, y en la que se reúnen obras de Juan de Borgoña, de Berruguete, de El Greco, de Ribera, de Rafael, de Murillo, de Canaletto, de Guardi, de Fortuny, de Casas, de Nonell, de impresionistas franceses, de Sorolla, de Picasso, de Miró, etc. Es decir, un recorrido pictórico apasionante desde el siglo XV hasta nuestros días.
Era un viernes a atardecer y en el recinto de exposiciones no había demasiados visitantes, por lo que pudimos deleitarnos en la contemplación con comodidad y sosiego e intercambiar nuestros comentarios y opiniones sin molestar a nadie. Todo está muy cuidado: la distribución, la iluminación, la conservación de cada obra… Fue una experiencia enriquecedora y estremecedora, como suele ocurrir en todo encuentro con la belleza, quizá porque de lo sensible nos eleva a lo espiritual y produce una catarsis, una purificación.
Pienso que el arte auténtico es revelación, don, regalo y lo que, junto al amor, la amistad y el conocimiento, más nos perfecciona, ya que, como afirma José Mateos, el arte es “portador de misterio, conciencia de lo sagrado y añoranza de lo absoluto” (La razón y otras dudas). Cuando no es así, se desliza fácilmente hacia lo superficial, lo mediocre, lo chabacano, lo extravagante o pretende engañarnos con el prurito de la transgresión por la transgresión. Como decía hace años Ignacio Sánchez Cámara en un artículo, “para transgresores, Dante, Bach o San Juan de la Cruz. Lo demás es sensualismo progresista y pequeño burgués.”
Mi amigo y yo salimos contentos, mejorados y, tras despedirnos, regresé contento a mi casa en el barrio de Chamberí. Había mucha gente en la calle, me parece que los veía con otros ojos, con una mirada embellecedora y más solidaria y amorosa quizá.
Luis Ramoneda