La envidia puede ser sana, cuando no hay tristeza por el bien ajeno, y yo siento envidia leyendo unas palabras que cita Scott Hahn en su libro “La cena del Cordero”: “A los cristianos ucranianos les gusta contar la historia de cómo sus antepasados ‘descubrieron’ la liturgia. El año 988, el príncipe Vladimiro de Kiev, a punto de convertirse al Evangelio, envió emisarios a Constantinopla, capital de la Cristiandad de Oriente. Allí fueron testigos de la liturgia bizantina en la catedral de Santa Sofía, la iglesia más grandiosa del Este. Después de familiarizarse con el canto, el incienso, los iconos -pero, sobre todo, la Presencia-, los emisarios informaron al príncipe: ‘no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra. Nunca hemos visto tanta belleza (...). No podemos describirlo, pero esto es todo lo que podemos decir: allí Dios habita entre los hombres’".
Si hemos asistido a alguna ceremonia litúrgica en los ritos orientales –tuve ocasión de concelebrar una misa solemne de rito maronita en el Líbano- conocemos un poco de esa paz que transmiten los gestos, los cantos, el incienso, la calma. En muchos lugares de Oriente uno tiene la impresión de que no existen las prisas. Hay tiempo para todo, también para la celebración eucarística. Por eso no sorprende la impresión de aquellos emisarios rusos: eran conscientes de la Presencia, estaban en el cielo, muy cerca de Dios, en la casa terrena del Dios único y trascendente.
En Occidente –esto es generalizar…- vamos siempre con prisas. Tenemos tantas cosas que hacer… Y no valoramos una celebración de la misa pausada, cantada, tranquila, con silencios -tan importantes para encontrarse con Dios-, con armonía. Bien sabemos que el criterio de selección de no pocos a la hora de pensar donde van a misa el domingo, es que sea corta. Es verdad que algunos huyen, sin pensarlo dos veces, de la homilía interminable, porque normalmente homilía larga es homilía sin preparar, y el cristiano normal de la calle no es tonto.
Pero algunos buscan la brevedad por sistema, como si lo importante fuera simplemente cumplir. Ya decía Benedicto XVI que la ignorancia litúrgica entre nuestra gente es descomunal, la mayoría no sabe lo que está pasando, y así ocurre que cualquier excusa es suficiente para faltar.
No es fácil inculcar entre los fieles de nuestro entorno la necesidad de la contemplación, de la serenidad, de meditar la Palabra de Dios, y así no nos extraña demasiado que algunos lleguen tarde. En nuestro país, además, hay poco sentido musical, que se traduce en una música sagrada generalmente muy pobre, por no decir horrible. Difícilmente sirve para rezar. Y luego están las misas de niños, que son un jolgorio generalizado.
Es bueno que los niños aprendan, desde pequeños, a estar. A sentarse o estar de pie cuando corresponda, aunque todavía no entiendan. Que sepan estar en silencio, explicándoles lo que se pueda, según la edad. Que vayan intuyendo, desde edades tempranas, la importancia de la adoración. Que sepan que Jesús está en el sagrario, que los adultos comulgan, comen a Jesús.
Me contaban de un pequeño de 5 o 6 años, que al volver sus padres al banco después de comulgar les preguntó, con mucha curiosidad: “¿Está rico Dios?”. Esa fe sencilla de los niños la conseguiremos si hay piedad, si en la misa de cada domingo asiste la familia completa, con aire de fiesta. Todos los domingos son fiestas grandes, son el día del Señor y debe notarse.
Ángel Cabrero Ugarte
Scott Hahn, La cena del Cordero, Rialp 2002