En la puerta de una pequeña perfumería situada en una esquina del barrio de Tetuán, en un cartel pegado en la puerta podía leerse: “Cursos de belleza”. A pesar de la risible estética de rotuladores rositas y amarillos, aquel cartel me resultó conmovedor e inmediatamente me vino a la cabeza el Museo Reina Sofía. Quizá esta buena mujer –los colores eran femeninos- podría dar alguna lección, como el que no quiere la cosa, a los “artistas” del modernismo feísta que allí exponen.
Porque los artistas modernos no saben de belleza, ni lo pretenden. Durante siglos, sobre todo desde los griegos y hasta el renacimiento, hablar de belleza, en gran medida, era hablar de arte, y hablar de arte era siempre hablar de belleza. En este sentido el libro de Enrique Lynch, “Sobre la belleza”, es de gran interés para hacer un breve recorrido por la historia del arte desde sus primeros pasos hasta nuestros días. En realidad la intención del autor –como expresa bien el título- es hablar de la belleza, pero es difícil salirse de esa relación belleza-arte, indiscutible durante tantos siglos de la historia del hombre.
Por eso Lynch se pregunta –como nos hemos preguntado quienes nos gusta la contemplación de las cosas hermosas- cómo es posible que el artista se haya desmarcado de lo bello, cuál es el momento histórico y cuáles son las causas para que a los artistas les atraiga lo feo, y que no hagan ningún intento por acercarse a los parámetros de lo bello.
Quizá lo que más llame la atención, y así lo manifiesta también el autor, es que a la gente normal le sigue gustando lo bello. Cuando alguien busca un lugar para sus vacaciones se interesa por esos parajes o culturas que les muestran bellezas. Podrían ir al centro de África por motivos humanitarios, en un proyecto de voluntariado, pero si van a disfrutar de unas breves vacaciones buscan lo bello o lo agradable. Cuando un publicista está tramando una campaña para introducir un nuevo producto en el mercado siempre busca imágenes bellas.
Pero el artista – no todos, gracias a Dios - mira con desprecio al vulgo y se enzarza en la representación de cosas absurdas y feas. Para razonar esta tendencia Lynch nos recuerda como a partir del siglo XVIII “está la idea de que lo bello es, en virtud del sentimiento que lo inspira, ante todo una experiencia subjetiva”. Del canon objetivo se pasa a la sensación subjetiva.
Por otra parte Hegel apuntaba la estrecha relación que une la representación artística con las creencias religiosas, algo fácil de constatar en la visita de cualquier museo que se precie de tener algo importante. También esta práctica habitual se va perdiendo paulatinamente en los últimos siglos. Ya no se representa lo trascendente.
Pero el momento histórico más complejo es cuando el artista descarta lo bello para fijarse en lo sublime. Y como es habitual identificar los dos conceptos, no nos queda otro remedio que ir al diccionario a ver qué se dice exactamente sobre este término: “Excelso, eminente, de elevación extraordinaria”. O sea, lo que todos pensamos. Si hablamos de arte sería la belleza más eminente. “Sin embargo, dice Lynch, no es lo bello lo que interesa al arte de nuestro tiempo, sino la proyección de sí mismo en un gesto”. No es fácil entender el paso que se da de los sublime a lo feo, pasando por experiencias naturales que embriagan el sentimiento del espectador, que son maravillosas, portentosas, a veces terroríficas.
Entendemos que se han dado unos pasos a través de la historia que llevan a abandonar unos parámetros canónicos, entendemos que se pueda considerar la experiencia personal como algo decisivo al valorar el arte, pero no está claro qué relación puede tener esto con lo feo, con lo repugnante, con lo no atractivo en el arte, aunque al menos leyendo esta breve disertación de Lynch es posible hacer una reflexión y quizá entablar un debate.
Ángel Cabrero Ugarte
Enrique Lynch, Sobre la belleza, Ed Anaya, 1999