Estuve en Polonia hace dos años. Entré en dos o tres ocasiones en alguna iglesia, realmente por turismo. La impresión fue llamativa. Aquella gente está en un lugar de culto de un modo muy distinto a como estamos en España. La actitud de adoración es de los gestos más auténticos de vida de fe. Estuve en Colombia este verano y los detalles de piedad eran patentes. Jóvenes arrodillados, recogidos, muy metidos en Dios.
Sí, también lo hay en España. Concretamente en Madrid hay lugares donde se palpa la devoción. Son esas parroquias que habitualmente están llenas de gente, de gente joven. No serán ni la mitad ni la cuarta parte del total de las que existen en esta ciudad, pero están ahí, y cada vez hay más gente, porque la oración auténtica arrastra, quizá sobre todo a los menores, que aprecian más el amor auténtico.
La escasez de adoración es algo palpable y preocupante. Decía el papa Francisco: “Quiero concluir con tres consideraciones. Primera, la adoración. “-¿Rezas?” – “Sí, rezo. Pido, doy gracias, alabo al Señor” –“Pero ¿adoras al Señor?”. Hemos perdido el sentido de la adoración a Dios, es preciso recuperarlo”. Y lo decía en una reunión de sacerdotes en la capital de Nápoles. Hemos perdido el sentido de la adoración. En Occidente, donde no tenemos demasiada dificultad para adorar a un jugador de futbol -todos lo hemos visto-, donde adoramos las estatuas de oro de la riqueza, del placer y del capricho.
Lo decía el prelado del Opus Dei, Javier Echevarría: “Es una tragedia que se presenta con contornos netos en la sociedad actual, al menos gran parte del mundo. (…) el sentido de la adoración se ha perdido en grandes estratos de los países…
Si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza…”.
Por eso me ha parecido especialmente oportuno un libro escrito muy recientemente por Manuel Ordeig que se titula simplemente así: La adoración. En esas páginas podemos leer que “adoración es la reverencia y el acatamiento; pero hay que aprender a comprenderla desde el punto de vista del Amor”. Una de las acepciones del término en el Diccionario, nos recuerda, es precisamente “amar en extremo”.
Y el autor afirma que para llegar a la adoración hace falta una práctica de oración de años. Y él mismo, en otras páginas no muy lejanas, afirma que uno se puede encontrar de repente con Dios en un momento de adoración. Uno podría pensar que es una contradicción, pero no lo es. El Espíritu Santo puede darnos un empujón notorio en un momento en que nos hemos encontrado con el Santísimo expuesto en la custodia en la iglesia del barrio, y nos encontramos con Dios casi de repente.
Pero también hay que saber que la devoción habitual, la piedad continua, se va adquiriendo con la lucha habitual, y entonces adorar nos parece lo más cotidiano y la actitud más importante en la vida de cualquier hombre. Y una vez más me parece muy oportuno un párrafo de Flannery O’Connor en su Diario de oración: “Entiendo que las oraciones deberían estar compuestas de adoración, contrición, acción de gracias y súplica, y me gustaría ver qué puedo escribir de cada una sin llegar a una exégesis. Es la adoración a Ti, querido Dios, la que más me desalienta. No puedo comprender la alabanza que se te debe. Intelectualmente, lo afirmo: adoremos a Dios. Pero ¿podemos hacerlo sin sentimiento? Para sentir, necesitamos saber” (pág 27).
Ángel Cabrero Ugarte
Manuel Ordeig, La adoración, Palabra 2018