Lewis, en su célebre libro “Los cuatro amores”, y creo que también Pieper, afirman que para que haya amistad hacen falta temas comunes, aficiones de las que hablar. La amistad no surge por la admiración, que normalmente supone distancia, ni por atracción personal, surge por temas de conversación o por actividades compartidas. Muchas veces las dos cosas a la vez, aunque no siempre.
Me llamó la atención algo que, pudiendo ser frecuente entre chicos o chicas jóvenes, se lee en el último libro de Ramoneda: dos amigos –uno es el protagonista de la novela- que están juntos, en casa de uno de ellos, cada uno a lo suyo, uno pintando y el otro leyendo. Son amistades distintas, por motivos de cercanía familiar o del colegio, una amistad en cierto modo sentimental. Al crecer esos chicos, solo serán verdaderos amigos si comparten gustos, si hablan de temas comunes.
En el libro citado, dice Lewis que la amistad es excluyente lo que, sin el contexto, suena muy raro. Pero se entiende. Viene a decir que la amistad produce fácilmente un grupo de personas afines, que van juntando sus vidas a base de años practicando el mismo deporte o jugando a las cartas en el bar de la esquina desde tiempo inmemorial. En ese grupo parece que ya no cabe nadie, no solo porque para la partida solo hacen falta cuatro, sino porque hay un roce, un conocimiento mutuo, que parece imposible comunicar a alguien más.
Hay amistad y hay amistades. Incluso se podría decir que hay amistades y amigos, estos últimos con un grado de intimidad, o mejor, de conocimiento, que no hay con otros que son conocidos, con quien se coincide, pero que no gozan del mismo trato.
Las personas amantes de la naturaleza y que salen a caminar, están compartiendo una afición que, además, lleva al diálogo. Se comparte el gusto por el monte, y se termina compartiendo casi todo. En una excursión de cinco o seis horas da tiempo para hablar de todo, y no solo con un amigo, sino que se termina hablando con el amigo del amigo, y entonces la amistad ya no es excluyente. Se comparte la comida. No se entendería que cada uno se pusiera con sus viandas sin ofrecer a los demás. No pasa lo mismo con el futbol, y ni siquiera con el mountanbike.
En “Una biblioteca de verano” cuenta la protagonista que, cuando era pequeña, un tío suyo le advirtió que si se quedaba tanto tiempo entre los libros que no haría amigos. Es un peligro real. Entre los muy lectores hay dos tipos de personas: los que se lo guardan todo y, como máximo, son capaces de decir que han leído un libro muy bueno; y los que están deseando hablar sobre su último descubrimiento. Pero se precisa de otra persona aficionada, no vale contárselo al colega de la oficina que solo piensa en el partido de la tele. Tiene que contárselo a quien lee. Por eso son momentos verdaderamente gozosos las tertulias literarias: se descubren nuevos mundos, otros planteamientos de la vida, visiones complementarias. Y se hace amistad. Y, si luego viene otro más a esa tertulia, se le admite. No es excluyente.
Cuantos más amigos, uno es más feliz, pero la amistad no está para buscarse a uno mismo –para ser feliz- sino para darse, para pensar en los demás, y entones uno es feliz. No somos felices porque hemos buscado cosas para serlo –un anuncio decía estos días que nunca la felicidad fue más barata…- sino que somos felices porque pensamos en los demás. Esto quizá se entienda en un plano teórico, pero en la realidad muchos no lo entienden porque hay mucho egoísmo.
Ángel Cabrero Ugarte
Ramoneda, L., “A orillas del Duero”, RSXXI, 2015
Lewis, C.S., “Los cuatro amores”, Rialp 1991
Clark, M.A., “Una biblioteca de verano”, Periférica 2012