Cuando el papa Benedicto XVI convocó, en el año 2012, al pueblo cristiano a vivir un año de la fe, tuvo a bien escribirnos una Bula apostólica de convocatoria llamada Porta fidei, en la que nos recordaba que la puerta de entrada del cristianismo es el bautismo; el sacramento por el cual entramos en la iglesia y en la vida en Cristo.
El problema estriba, como es evidente, en que algunos cristianos después de atravesar el umbral, se han quedado entretenidos en la puerta, a merced de las corrientes y, por tanto, desgraciadamente, la fe se les ha congelado, se les ha quedado transformada en un paquete de ideas, en un conjunto de creencias, algo completamente distinto de lo que debía ser: un camino de amor y conocimiento de una persona: Jesucristo.
Precisamente, esa es la diferencia entre la ley antigua y la ley nueva que nos ha alcanzado Jesucristo. Al ser el cristianismo fruto de un impacto de Cristo en cada alma, de una invitación al seguimiento de Cristo, y a su imitación. Así lo expresa el profesor Burkhart: “Con esa presencia de Dios en el alma del cristiano, se entiende que la ley nueva, como ley de libertad y ley de amor, es más amable y rica que la antigua. No sólo porque se limita a mandar y prohibir lo que es imprescindible en atención inmediata a nuestra salvación eterna, sino porque da el poder, la facilidad de cumplir lo que exige” (142).
Es más, añadirá, enseguida nuestro autor, existe la alegría de la posesión de la virtud, el gozo de la afabilidad y de la naturalidad de la coherencia cristiana. Pues, como afirmaba san Josemaría en Camino: “Enamórate y no le dejarás” (Camino 999). No olvidemos, pues, las palabras determinantes de san Pablo en su epístola a los Romanos, que parece sustanciar el mensaje cristiano: “la plenitud de la ley es el amor” (Rom13, 10).
La caridad hace, por tanto, a los preceptos de la ley “tan íntimos al alma, tan amados, que se identifican con el querer mismo de la persona: la caridad nos subsume en el querer divino y descubre la Voluntad de Dios «que nos llama, como dice san Josemaría, a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia” (Es Cristo que pasa, n. 110)” (144). Es interesante, comprobar cómo el camino cristiano, al ser la vida en Cristo, se sustancia en la lucha diaria por amor a Dios y a los demás, de modo que no se limita a cumplir los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, sino que se aspira a la santidad. Como afirmaba recientemente, el santo Padre Francisco en su exhortación apostólica Gaudete et exultate, hablando del atrevimiento y la valentía de la santidad: “No tengas miedo a la santidad” (32).
José Carlos Martín de la Hoz
Ernst Burkhart, La grandeza del orden divino, ed. Eunsa, Pamplona 1977, 229 pp.