Hace no mucho me llegó a las manos un libro, poco conocido, con la típica temática del 50% de los libros que se leen hoy y que, en la portada, en una esquina ponía “Best seller”. Me sorprendí de mi ignorancia, de no saber nada de ese autor, y menos del libro en cuestión. De inmediato fui a ver el número de edición, dando por supuesto que, si era un superventas, llevaría varias y un número importante de ejemplares. Y resultó que era la primera edición. Me quedé perplejo, resulta que el editor es quien decide que ese es un best seller, antes de haber vendido un solo libro. Luego, ha pasado el tiempo y no he vuelto a ver ese libro en ningún “cultural”, ni en ningún reportaje televisivo -se ve que al editor no le daba el presupuesto como para pagar a los medios- y ha pasado sin pena ni gloria. De hecho, yo lo leí y no tenía nada como para comprarlo, salvo la franja puesta por el editor en la portada de la primera edición.
No hay que olvidar que esto es lo que ocurre en las grandes superficies, tipo Corte Inglés o similares, donde nadie sabe nada de libros. La montaña de libros que aparece delante de los mostradores es directamente proporcional a lo que los editores pagan y, normalmente son libros sin valor ninguno. A los más, vende porque el autor ya ha vendido otros libros con más o menos éxito. Además el vendedor que está allí para atender al cliente lo único que sabe de libros es mirar la base de datos del ordenador, por si saca algo en claro ante una pregunta del cliente.
Además, sabemos que el autor sabe cuáles son los ingredientes para que el gran público, inculto en gran medida, busca para “pasar un rato entretenido”. Acción, intriga, sexo, sentimientos fáciles, escenas lacrimógenas.
Hace unos días comentábamos extrañados en una tertulia literaria, por qué sería que los últimos libros que nos han gustado, que nos han dado para hablar largo y tendido, eran libros escritos hace casi un siglo. Y llegamos a la conclusión que eran libros reeditados después de mucho tiempo porque tienen valores positivos. “Dulce hogar”, de Dorothy Canfield Fisher, una novela muy bien escrita sobre el papel de los padres, mejor, del padre y de la madre, en la familia y, por lo tanto, en la educación de los hijos, escrita en 1924. “Flores para la señora Harris”, de Paul Gallico, sobre una señora de la limpieza londinense que decide comprarse un vestido carísimo, donde se desmontan argumentos consumistas, escrito en los años 50 del siglo pasado. “Toda pasión apagada” de Vita Sackville-West, donde una viuda de 88 decide “rehacer” su vida, escrito en 1931. Libros “positivos”, que hacen pensar.
Es verdad que un libro para ser clásico necesita el poso de los años, pero también es verdad que de cuando en cuando se descubre una joyita recién editada. Pocas veces serán best seller. Es inútil, no tienen acción, ni sentimentalismos fáciles, ni sexo. No tienen marchamo de superventas, solo llegarán a los buenos lectores, y esos, claro, en este país, son minoría. ¿Y quién se preocupa de formar a los lectores? La mayoría de los escritores contemporáneos son personas vacías, que buscan el éxito, pero no tienen principios, no se pondrían nunca frente a los gustos de la mayoría. Nunca van a plantearse subir el nivel del lector. Indudablemente, esto generalizando.
Lo que es más lamentable es que la mayoría de la gente que se compra un libro no tiene apenas un criterio, y desde luego será difícil que a su alrededor haya alguien disponible para sugerirle.
Ángel Cabrero Ugarte
“Dulce hogar”, Dorothy Canfield Fisher, Ed. Palabra 2016
“Flores para la señora Harris”, Paul Gallico, Alba Ed. 2015