Hace dos siglos se publicó la novela titulada Frankenstein, versionada en cine con tintes de película de terror, en las que es difícil llegar a saber casi nada de las pasiones y sentimientos de un engendro, que pretende ser humano -es ficción, está claro- pero que nace monstruoso por culpa de su creador. Creador que es el científico Víctor Frankenstein, que en la memoria del espectador, no del lector, ha cedido el apellido al engendro.
Probablemente, la idea inicial de la autora es advertir del peligro de sobrepasar los límites lógicos de la ciencia, presentes en las tentaciones de muchos científicos, más en los tiempos que vivimos que en los años en que se escribió esta historia. La aberración que supone la falta de ética al maniobrar la vida humana. Véase el ejército innumerable de embriones congelados, desechados sin más, una vez que se han conseguido hijos de otros óvulos fecundados. ¿Alguien tiene una solución? La mentalidad abortista presente en un gran porcentaje de conciudadanos nuestros, que no entienden nada de la dignidad de la vida de la persona, incluidos los no nacidos, no va a tener ningún problema en destruir esos seres vivos si estorban.
Pero la tentación de construir a un hombre mucho más perfecto que nosotros está presente en muchos futuribles de científicos modernos, que afirman que “los ordenadores podrán combinar los puntos fuertes de la inteligencia humana con los puntos fuertes de las máquinas”. O que “hacia el final de esta década tendremos el hardware necesario para emular la inteligencia humana con superordenadores”. Y así siguiendo. Serán capaces de hacer el ciber hombre, pero lo que no puede el científico es dar la vida.
Sin embargo creo que la idea subyacente en esta novela es la soledad. El monstruo creado por Víctor Frankenstein está condenado a vivir solo. Él se da cuenta desde el momento en que empieza a ser consciente de su vida. Va a quedar solo porque es repugnante a los ojos de cualquier persona, y porque el científico no está dispuesto a hacerle una compañera.
Aquel engendro pudo aprender algo sobre la vida espiando a una familia en una cabaña en el bosque. Espía durante meses, puede verlos sin ser visto, y se supone que en ese tiempo aprende a hablar, a leer, y sobre todo va entendiendo qué es una familia y cuáles son los sentimientos de cada uno de aquellos personajes que va conociendo. Un aprendizaje de la vida totalmente antinatural, porque no ha tenido infancia.
Todo esto no son más que historias imaginadas, pero nos muestra a un seudo hombre -todo es ficción- que quiere integrarse en la sociedad, y la sociedad no le admite. Los sentimientos del personaje son amables. Dedica bastante tiempo a conseguir leña para los habitantes de la cabaña, sin que ellos sepan quien lo ha hecho. Tiene el proyecto de mostrarse como “una buena persona” ante aquella familia cercana, que él llega a querer en la medida que los va conociendo. Él, que se ha visto reflejado en el agua y se da cuenta de su fealdad, hace planes para ser acogido a pesar de todo. Pero la primera vez que le ven quedan aterrorizados y lo expulsan con violencia.
Este monstruo amable hace favores a los hombres, salva la vida a una niña a punto de ahogarse, pero cuando quiere llevarla con su familia solo recibe un violento rechazo, porque es un monstruo. Eso hace que su bondad se vaya convirtiendo en rencor. Y todos los pormenores del resto de su vida tienen que ver con el odio a su creador, que le deja solo y repugnante. Víctor Frankenstein no es capaz de reconocer su culpa, y solo piensa en cómo destruir su obra. El engendro, en su soledad, se llena de odio y de violencia.
Podríamos quedarnos con este problema de la soledad. El problema de tantas personas que no son aceptadas, que son marginadas de modo cruel simplemente por una enfermedad desagradable, por la fealdad, por la pobreza, por la raza. Quizá vista así, esta novela nos ayude a pensar en cómo acogemos los demás.
Ángel Cabrero Ugarte
Mary Shelley, Frankenstein, Susaeta 2014