En el extraordinario ensayo escrito por Wolfram Eilenberger, acerca de los primeros años del siglo XX en Alemania, donde se detiene en cuatro grandes pensadores como Heidegger, Benjamin, Cassier y Wittgenstein, es sin duda en el tratamiento del último de ellos, donde nuestro autor va a brillar de manera especial.
En efecto todo, las cosas en Hamburgo, Berlín y Friburgo van sucediéndose como estaba previsto, con los sucesos del periodo entreguerras, con las fluctuaciones económicas y el surgir del nazismo.
Mientras, en 1922, Wittgenstein andaba cambiando de pueblo en Austria en busca de un lugar donde pudiera ejercer su trabajo como maestro y en el que pudiera desarrollarse plenamente como persona, como filósofo y como pedagogo.
Asimismo, buscaba encontrar el sentido de su existencia, cómo se recoge en las cartas escritas en ese tiempo, donde muestra los sentimientos más profundos, las respuestas a los problemas que le habían hecho huir al campo, entre los humildes y sencillos campesinos y vivir entre sus gentes.
La realidad, es que no lograba encontrar la ansiada paz por mucho que cambiara de casa o de paisaje o de paisanos. Por otra parte, se aferraba como único criterio firme a su fe católica, pero su situación psíquica no era muy buena sino todo lo contrario, y las condiciones de salubridad y de compañía humana en aquellos pueblos dejaba mucho que desear (158).
Un respiro y motivo de gran satisfacción en aquellos tiempos fue recibir en el pueblecito de Puchberg en Austria, en noviembre de 1922, la primera edición de su Tractatus logico-pfilosophicus, editado en Inglaterra por su maestro y amigo Bertrand Rusell, en versión alemán e inglés, sin erratas y no mal traducido (159).
El objetivo que se había propuesto con este libro era “ver correctamente el mundo” y el tiempo necesario para comprobar si funcionaba empezaba por fin a correr, aunque no le hubieran pagado un chelín por la obra.
Es clave entender que para Wittgenstein era muy importante no engañarse acerca de lo que sabíamos y porqué lo sabemos, pues no le bastaba conocer las leyes naturales: “la verdad es que nada estaba explicado, y mucho menos la pregunta de por qué existe este mundo con sus patrones, que creemos que podemos describir. Y eso nunca se podrá explicar, porque toda explicación tendría que recurrir a algo fuera de este mundo, y por fuerza nos haría decir cosas sin sentido” (161).
Es muy interesante, como señala nuestro autor, que Wittgenstein vuelve una y otra vez a la necesidad del salto de la fe: “la solución al enigma de la vida en el espacio y en el tiempo está fuera del espacio y del tiempo” (163).
Verdaderamente es un don de Dios la fe, pero también se puede llegar a conocer la existencia de Dios y con Él el sentido de la existencia a través de La Luz de la razón por el camino de las vías tomista de la belleza, la bondad y el orden de la creación. Por el momento, nos dice Wolfram Eilenberger, que Wittgenstein en 1922 optó por la decisión de la fe como si fuera la vocación a la que se siento llamado y se abandona todo en las manos de Dios (163).
José Carlos Martín de la Hoz
Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos. La gran década de la filosofía (1919-1929), ediciones Taurus, Madrid 2019, 383 pp.