En la carta sobre la libertad que ha escrito recientemente (9.I.2018) el Prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz, sobre el valor y la importancia de la libertad en el desarrollo de la vida, personalidad y santidad del cristiano, señala, como algo indudablemente muy clave. la relación entre la libertad y la madurez.
Precisamente, cuando el ser humano toma las riendas de su propia vida y asume las responsabilidades consecuentes a la personal libertad, entonces, puede actuar en conciencia e indudablemente madurar.
La cuestión radica, como recuerda san Agustín en el amor: “Ama y haz lo que quieras” recordará el santo obispo de Hipona, pues cuando el amor a Dios y a los demás es el motor de nuestra vida, aunque eso suponga salir de nuestros problemas personales, entonces la libertad es plenamente energía para el amor verdadero.
Es lógico que estas cuestiones vengan inevitablemente a la memoria, al releer el espléndido trabajo sobre la vida de Montaigne (1533-1592), maravillosamente narrada en breves trazos por Stefan Zweig (1881-1942), en una de sus últimas obras antes de morir en el Brasil, en plena Segunda Guerra Mundial, pues expresa muy bien los diversos avatares de la vida y su relación con las personales decisiones en la vida.
Nos narra magistralmente, Zweig cómo Montaigne se había retirado a los 38 años con un montón de libros a una torre aislada en su casa, alejado de los cargos públicos, los problemas del hogar, la economía de sus posesiones y, en general, de la vida corriente de un señor y padre de familia noble en la Francia del XVI.
El planteamiento es señalado por Zweig de modo que no deja lugar a dudas sobre el egoísmo radical del plan (54), aunque sea para dedicarse a cultivar su alma y así disponerse a la muerte, pues equivocadamente pensaba haber llegado al fin (84-87).
Efectivamente, a los diez años descubre con asombro y algo de ingenuidad, que lejos de llegar al final, en cambio, había alcanzado la plenitud de la visión de los problemas, la agudeza de criterio y capacidad de observación.
Así pues, Montaigne decide dar un giro radical a su vida para emprender, con un pequeño séquito y sus cálculos biliares, un viaje a Roma y a Italia; en realidad para viajar por viajar, experimentar por experimentar, sentir por sentir, pues parece decidido a hacer todo lo contrario de la quietud y la monotonía de la torre que había vivido; evitar tener cualquier tipo de metas, objetivos por cumplir, métodos o costumbres.
Es interesante que, llegado a este punto, Zweig recoja unas conversaciones de Montaigne en Roma con el santo Padre y otros dignatarios eclesiásticos, “los cuales le dan respetuosos consejos para la próxima edición de su libro y solo ruegan al gran escéptico que deje a un lado la palabra fortuna que utiliza demasiado a menudo, y la sustituya por Dios o por la divina Providencia” (97)
Finalmente, acaba volviendo a la vida real pues es requerido por la ciudad de Burdeos para que sea su alcalde por unos años (98) y, además, es conminado por el rey para aceptar el cargo y poner todos sus muchos talentos en juego.
Esa es la época más fecunda de su vida, pues hasta que llegue la peste a su ciudad estará dedicado al bien común con gran destreza, aunque su huida por la peste acabe dejando a sus compatriotas sin dirección y caudillaje, y parezca una completa cobardía.
Finalmente, regresa Montaigne de nuevo a su encierro de la torre, e incluso llega a rechazar una petición del rey Enrique IV de Francia quien con su conversión al catolicismo había propiciado la unidad de Francia en la fe, para colaborar con él en la corte de Paris, y en el gobierno de Francia.
Sus famosos ensayos han de ser leídos a la luz de su vida. Parece claro que su vida Dios la juzgará, pero claro que es mejor preguntar a Dios cuál es su Voluntad para nosotros, que poner por delante de todo nuestras personales decisiones.
José Carlos Martín de la Hoz
Stefan Zweig, Montaigne, de. Acantilado, Barcelona 2011, 111 pp.