A lo largo de estos últimos cincuenta años largos de historia de la Iglesia Católica, hemos asistido en los ámbitos eclesiásticos a la lectura, aplicación y profundización de la rica doctrina del acontecimiento más grande en muchos siglos como fue el Concilio Ecuménico del Vaticano II.
También, como no podía ser menos, en la obra recientemente publicada por el profesor Alberto Torresani, miembro del Instituto de Ciencias Religiosas de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma, se dedican muchas páginas a este inolvidable hecho histórico. Vamos a detenernos seguidamente en algunas cuestiones que destaca nuestro autor.
En primer lugar, hemos de recordar lo sorpresivo de la noticia del anuncio de la celebración de un Concilio del que se había hablado en el final del Pontificado del papa Pío XII pero que se había descartado, por falta de maduración de la propuesta y por considerar el papa y sus más estrechos colaboradores que todavía no estaban los tiempos maduros.
La celebración de la primera sesión en 1963, en la que llegaron miles de obispos del mundo entero y que fue el primer Concilio de la Historia retrasmitido en directo por prensa, radio y televisión al mundo entero, tuvo un eco y una repercusión mediática mundial e insospechada (143).
Enseguida, se supo el motivo por el que no había sido posible celebrar este Concilio con anterioridad y que significaba esa palabra tiempos maduros, pues en la primera votación acerca del esquema de los principales documentos y de los esquemas de funcionamiento del propio Concilio, fueron derrotados por una amplia mayoría (147).
Hubo, por tanto, de comenzar un Concilio llevado por el Espíritu Santo, en más sesiones y años de los que se esperaba, pero también con una particular participación y riqueza que nadie esperaba, que superó ampliamente las expectativas, los temas y la riqueza teológica de los esquemas preparados en las universidades romanas (149).
Asimismo, en ese Concilio se vivió la infalibilidad pontificia, la libertad de los obispos y teólogos del mundo entero para, en unión de intenciones con el papa y la Iglesia, expresar en el aula conciliar sus pensamientos. En efecto en el Vaticano I se había fijado el dogma de la infalibilidad pontificia en determinadas cuestiones de fe y en condiciones de solemnidad y colegialidad.
También el santo Padre san Pablo VI, como intervino cuando le pareció momento oportuno y, en concreto, en tres asuntos importantes: para recordar que del celibato hablaría él en una encíclica ((170), para matizar la colegialidad episcopal uniéndola a la unión con Pedro quien es cabeza del colegio y, finalmente, al hablar de María Santísima como Mater Ecclesiae (183-185).
José Carlos Martín de la Hoz
Alberto Torresani, Storia dei papi del novecento. Da Leone XIII a Papa Francesco, ed. Ares, Milano 2019, 301 pp.