Durante los cerca de cuarenta años durante los cuales se prolongó el régimen del General Franco en nuestro país, se produjo in hecho insólito en la historia de España, que ni siquiera se había dado en el siglo XVI, durante el gobierno de Carlos V o de su hijo Felipe II, a los que Franco siempre volvía en sus fundamentaciones, es decir una sobreprotección de la religión católica y a la vez, un uso tan partidista de la fe católica para unificar al país en torno a los intereses del dictador que coincidían estrechamente con los intereses de su régimen personal.
Lógicamente, la aparente luna de miel terminó en cuanto comenzó a aplicarse en España el Concilio Vaticano II y cada uno de sus principios fundamentales, en primer lugar, el del diálogo con la cultura de la modernidad, con el mundo, sobre la base común de la dignidad de la persona humana.
Los roces irán en aumento, según fueron publicando y aplicándose los documentos conciliares, en los que el choque con el régimen de Franco era más agudo, como los decretos acerca de la libertad religiosa, el ecumenismo, los derechos humanos, el respeto a la libertad sindical y política de los ciudadanos, la aplicación de la Constitución Gaudium et spes y la paulatina desaparición de los estados confesionales, la petición de san Pablo VI de que el régimen de Franco abandonara el derecho de presentación de los obispos, etc.
Precisamente, Franco había pretendido ser él mismo parte decisoria en la formación católica del pueblo, pues el gobierno de Franco que se había apresurado a publicar la Encíclica de Pío XI condenando el comunismo por oponerse a la dignidad evangélica del ser humano y promover la violencia como motor de la historia frente a la caridad cristiana, no tuvo inconveniente en poner trabas a la publicación de la condena del nazismo por parte de la Iglesia, mientras el propio Franco se hacía con el mando ideológico del llamado Movimiento nacional (72). Asimismo, decidió no dejar regresar a los Prelados expulsados por la República que tenían vitola de ideas “nacionalistas” (71).
Así pues, durante los años del franquismo se dotó a la Iglesia del necesario equipamiento destruido en la guerra por el odio a la fe católica de las autoridades de la zona Republicana, ya en manos de las fuerzas anarquistas y comunistas. A la vez Franco quiso que las grandes cabezas de la Iglesia ocuparan también puestos en el Consejo de Estado y en los grandes órganos Consultivos de la Nación, como establecen las leyes fundamentales franquistas de 1945 (53). Pero también es cierto que la educación católica que se impartió en la enseñanza fue más adoctrinación que verdadera formación, a juzgar por lo rápido que muchos españoles se dejaron arrastrar por la secularización imperante desde los años sesenta y setenta en Europa (127).
José Carlos Martín de la Hoz
Rafael Gómez Pérez, El Franquismo y la Iglesia, ediciones Rialp, Madrid 1986, 301 pp.