En el tren, en el lento discurrir del metal contra el metal, en ese traqueteo incansable que solo repetía “ya llegamos, ya llegamos…”, se veía reflejada en el cristal, apoyada en su brazo derecho, y, más allá, el mundo. La montaña que quedaba a su derecha escondía un recodo de sueños humanos, sobre ella vapores de imaginación que la parecían engullir. Poco a poco, esos livianos pensamientos del cielo avanzaban rasgando el azul, bajos, muy bajos, y parecían partirse, romperse y desgarrarse en su contacto con la tierra. Dejaban paso a la cresta de la montaña para después inundarla con su blanco, un cristal opaco para el exterior.
¿Cómo será ahí arriba?, se preguntaba, imaginándose acariciando el vapor de la cumbre, el espesor de los disgustos del cielo, la materialización de los suspiros humanos sobre sus cabezas. ¿Estarás ahí arriba?, pensó al volver al reflejo de su pupila negra contra el cristal. Y subió, volvió a verse arañando, abofeteando la masa blanca, intentando ver. ¿Dónde estás?, gritaba; el eco solo ante ella. ¿Dónde estás?, repetían ahora las ruedas del tren. Y una y otra vez preguntaban por él. Hasta el metal lo buscaba entre la niebla. ¿Dónde estás?, ¿dónde estás?, ¿dónde estás?...Se sentó en una piedra afilada de la ladera, y no vio el violento color rojo hasta que manchó un trozo de nube ya grisáceo: ¡cúrame!, nadie respondió; cúrame, cúrame, cúrame…
¿Dónde estás? Y pasó el tren la montaña, dejándola con los retazos de sueños humanos y gotas de sangre impregnando unos metros del color. Delante, el sol, donde lo encontró a él y el alivio cerró su herida.
“Pobre poeta, buscando a Dios entre la niebla”.
Autora: Isabel García Latorre (alumna de 3º de Psicología)