Que el suplemento cultural Babelia del 13 de marzo de este año, de la mano de Juan Arnau, haya dedicado un amplio reportaje a presentar la figura intelectual y espiritual del Maestro alemán Eckhart (1260-1328) es claramente un síntoma del interés que todavía suscita en el mundo cultural actual la trascendencia y la llamada teología mística católica en general y de los dominicos en particular y, finalmente, para recordar a todos los católicos que han de ser consecuentes con su fe y aspirar, como afirma el catecismo de la Iglesia, a las más altas cotas de intimidad con Dios, a la “llamada universal a la oración” (catecismo n. 2566).
Inmediatamente, hemos de recordar la pureza de la doctrina del fundador de la escuela Renano Flamenca de espiritualidad. A estos efectos, me viene a la memoria lo que me sucedió hace unos años en la Feria del Libro de Madrid cuando me paré en una caseta y descubrí, entre los libros que exponía, una edición de Siruela de las obras del Maestro Eckhart reunidas en un solo volumen con el título “El fruto de la nada”. La persona que me atendía, al ver que vestía de sacerdote me hizo una pregunta muy graciosa: si estaba seguro de lo que hacía, pues estaba comprando un libro de un hereje. Me sonreí y le agradecí sus desvelos, no sin antes aclararle que Eckhart había fallecido en el seno de la Iglesia Católica, habiendo aceptado por adelantado las indicaciones que llegarían del estudio que entonces realizaba el Tribunal de la Corte Pontificia de Aviñón que estaba revisando sus obras. Además, desde 1992, el cardenal Ratzinger había devuelto una vez más la fama y el honor del teólogo públicamente al reconocer que no había en esas obras nada que atentara contra la fe.
Efectivamente, el Maestro Eckhart tuvo la extraordinaria audacia de predicar la llamada a la intimidad con Dios, sin límites ni cortapisas, pues la oración es un don de Dios, a la mística al pueblo llano y, en sus esfuerzos por divulgar sus conocimientos, cometió algunas imprecisiones. Como solía decir él mismo: “Sin pretender dar una explicación del Misterio, la Teología cristiana busca proponerlo a la luz de la Revelación, derivando de esos principios una verdadera ciencia humana subordinada a la fe, con el uso de la razón”. Y efectivamente al estudiar las obras de Eckhart podemos descubrir en toda su doctrina esencialista una intención mística, una constante búsqueda de Dios, que desea transmitir a sus lectores o auditores.
Siempre quedará en la historia de la espiritualidad como un hombre que abrió camino. De hecho, ahí está la pléyade de sus discípulos: la Escuela Renano-Flamenca del siglo XIV y XV y, finalmente, el Kempis que iluminó la vida espiritual de muchos santos hasta nuestros días. Además, de la enorme influencia que tuvo en la mística castellana del siglo de Oro, en autores de primera fila como santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.
El eje fundamental de la doctrina de Eckhart, tomada de Dionisio Aeropagita y a Santo Tomás de Aquino, es la entrega total a Dios, la renuncia de sí mismo y la pobreza: “Porque las criaturas fueron hechas de la nada, conservan en sí como un sabor de nada y, al mismo tiempo, en cuanto criaturas, poseen un cierto sabor de Dios”. De ahí, que lance al alma al encuentro con Dios: “busca a Dios y hallarás a Dios y todos los bienes” (p.68).
Traigo a colación estos textos pues indican que está hablando de un Dios personal, con el que tiene intimidad, alteridad y confianza, no de una deidad vacía como parece sugerir el texto de Babelia al asignar, por error, al maestro una afirmación de los panteístas.
José Carlos Martín de la Hoz