Cualquier madre, yo misma, con mi bebé en los brazos, me pregunto qué cara pondría si viera a tres señores vestidos de modo “estrafalario” –por decir algo-, seguidos de sus mayordomos (¿?) llamando a mi puerta y entregándome oro, incienso y mirra.
-“¡Cosas de hombres!”
Sí. De hombres a la antigua porque los de hoy en día saben perfectamente que unos pañales, una esponja natural y unas toallitas son de muchísima más utilidad para una joven madre. Claro que la Madre de Jesús supo sopesar que no se trataba de la “utilidad del regalo”. No. Se trataba de la dignidad de su Hijo.
Con los regalos de estas fechas ocurre otro tanto. Unos piensan en la dignidad del que lo va a recibir y otros en la utilidad del regalo. Y con estas dos variantes qué difícil es acertar.
Regalos a parte, y ahora desde la perspectiva de los abuelos, el mejor regalo, el único que de verdad hace feliz, es la compañía de los hijos y claro, de los nietos.
Una compañía armoniosa, como un villancico hecho carne y hueso. Una compañía fraternal, de hermanos que saben que, pese a las diferencias de saldos en las cuentas bancarias, de marcas (o no) en las ropas, de títulos universitarios y otras zarandajas propias de la competitividad social donde todos somos extraños, a pesar de todo eso y por encima de todo eso está la familia. Y en familia todos somos distintos, mejor, únicos. Todos tenemos nuestro puesto a la misma mesa. Y todos unimos nuestros corazones y pedimos la bendición del Niño Jesús que nació en Belén para nosotros y para los alimentos que tomaremos en esta noche tan especial.
Y como los Reyes Magos olvidamos nuestras circunstancias, la calidad de nuestros hogares y nos acercamos a felicitar a nuestros padres o abuelos con el mágico don de nosotros mismos, sabiendo que ellos nos ven como somos y así nos quieren y nos aceptan y siguen esperando de nosotros la magia del amor que ayuda a olvidar las diferencias y a compartir lo mejor de nosotros sin sopesar quién da más.
Esa es la chispa: quién puede ayudar más.