Noviembre: el Cielo de verdad



En el mes de noviembre la fe católica se abre más a
la realidad de la Vida
eterna, que es mucho más que "el más allá": algo bastante indefinido, útil para
quienes no conocen a Jesucristo pero insuficiente para los creyentes. Porque la Vida eterna, dice el
Compendio del Catecismo, empieza inmediatamente después de la muerte, mediante
el encuentro purificador con Jesús, Juez y Hermano. El Cielo consiste en la felicidad suprema y definitiva de quienes
viven en comunión de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo e
interceden por nosotros. El Infierno es también una realidad terrible que
consiste en el eterna separación del Amor de Dios; es el gran fracaso de la
vida de una persona que ha abusado de su libertad y ha cristalizado en odio en vez
del Amor. El Purgatorio es el estado de los que necesitan aún una purificación
antes de entrar en la eterna bienaventuranza. Y añade el Compendio que los
fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del Purgatorio
ofreciendo por ellos oraciones de sufragios, en particular el sacrificio de la Eucaristía, limosnas, indulgencias y obras de
misericordia[i].


 


Como
se puede ver, la fe en la Vida
eterna está en las antípodas del Halloween, como culto ancestral a los muertos,
devenido en baile de disfraces con la connivencia de los grandes almacenes. Los
padres católicos enseñan a sus hijos a vivir cara a Dios, es decir, disfrutando
del mundo sin disfrazarse o disfrazándose cuando les dé la gana, y sabiendo que
la muerte no llega como cazador sino como encuentro con Jesucristo, el Amigo
amado. Por ello, el católico no ve fantasmas, espectros en las almenas, ni
apuesta por el esoterismo o la teosofía, pues tiene bien claro que más allá de
muerte está aguardando el Dios Bueno y Justo, que da a cada uno según el peso
del amor puesto en sus acciones.


 


Ciertamente,
desde la época de las cavernas los hombres han dado culto a los muertos:
tenemos una fuerte aspiración a vivir más allá de la muerte y nos resistimos a
caer en la nada. Los hombres intuyen que después hay una vida misteriosa llena de
incógnitas. Sin embargo, decimos que la fe en Jesucristo encamina al Cielo, que
es la plenitud de la persona -unidad de alma inmortal y cuerpo resucitado- con
Dios. No somos números de la especie humana sino hijos queridísimos del Padre,
que nos espera a cada uno cuando traspasemos con Jesucristo el umbral de la
muerte.


 


Al cumplirse cincuenta años del Vaticano II podemos recordar aquellas
palabras de la Gaudium et spes (Con gozo y esperanza),18: «El máximo enigma de la vida humana es la
muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo.
Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con
instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y
del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser
irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los
esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta
ansiedad del hombre».


 


Jesús
Ortiz


 







[i]
Cfr. Jesús Ortiz López. Mapa de la Vida Eterna. Pamplona, Eunsa. 2012.