Oscar Wilde había querido hacer de la belleza un refinamiento de la inteligencia; y para ello sumió a su protagonista en una atmósfera de perversión dominada por el arte y los poderes de un misterio que está más allá de la realidad: gracias a los dioses, el culto a la belleza puede trasladar las huellas del paso del tiempo a un cuadro, mientras el rostro de Dorian Gray permanece inalterado e inalterable.