Dino, el protagonista, tiene dos pasiones en la vida: el juego de billar y su trabajo silencioso de empedrar calles. Frío, sin permitir que lo domine la pasión, no quiere que el desorden perturbe su vida. Tanto el juego como el trabajo significan para él una verdadera filosofía de la vida. El billar, un juego hecho de largos silencios, de reflexiones y razonamientos, una metáfora de la vida: la geometría perfecta que se diseña sobre el paño verde de la mesa, y que para él posee el rigor del orden y la racionalidad cartesianas. El tiro de apertura, precisamente, el golpe dado con el taco a la bola al inicio del juego. Asimismo, Dino consigue en el trabajo la simetría y la coherencia: empedrar calles significa empotrar los adoquines en la tierra, distribuirlos bien, martillar sobre ellos, un día y otro, millones de adoquines. La buena alineación de las piedras, corresponde pues al orden que reina en la vida de Dino. Por las noches, en las horas de descanso, son las veladas serenas y ordenadas con Sofía, una esposa que no conoce la felicidad. Hasta un día. El capricho de la vida se presenta a complicar el equilibrio. El funcionario de la comuna anuncia que se acaba la faena de empedrar las calles, que “ha llegado el asfalto”. Por otro lado, y después de varios años de esterilidad, Sofía espera un hijo. El caos destruye la barrera de la lógica que con tanto esfuerzo Dino ha levantado en torno a su simple existencia. Ahora deberá enfrentar la sórdida tragedia de la vida, que nunca tendrá las alineaciones del juego de billar ni el trazo de los caminos empedrados.