Ni siquiera tiene nombre. Y es que nadie habla con ella, como no sea para pedir libros en préstamo. Su consuelo: las buenas lecturas (siempre de autores muertos) y estar rodeada de seres incluso más tristes que ella.
Se pasa los días ordenando, clasificando, poniendo signaturas. No pensaba ser bibliotecaria, pero abandonó las oposiciones por un hombre. Ahora el amor le parece una pérdida de tiempo, un trastorno infantil. Claro que el deseo es muy traicionero, y ella guarda unos pendientes en el cajón.
Preferiría la sección de historia a la de geografía, allí en el sótano de una biblioteca de provincias, donde lleva la mitad de la vida, donde ya empieza a ser vieja, pero el anonimato al menos le concede pequeñas venganzas. De las que quizá sólo ella se percata. Porque, además en el orden de la biblioteca se cifran las jerarquías de la vida: la de los ricos y los pobres, los privilegiados y los subalternos, los que tienen un amor y los que no.
Pero cuando no hay nadie, cuando la biblioteca está cerrada, incluso puede darle voz a su neurosis, a sus angustias, al vértigo del saber libresco. Y entonces descubrimos que los neuróticos pueden ser buenos narradores, cosa no tan evidente. Cosa que tal vez logran, sobre todo, los buenos fingidores, los escritores que dan vida a los buenos personajes.
Sólo le queda, pues, la literatura. Para elevarse, dice ella. Los libros, los buenos libros. Y quizá también, los buenos lectores, que van a la biblioteca en busca de algo más que calefacción o aire acondicionado, y que dan vida a las grandes historias, como el breve monólogo de esta mujer insignificante, que relata su desencanto con acritud y humor. ¿O es un diálogo? ¿O acaso la pregunta tiene sentido?
Edición | Editorial | Páginas | ISBN | Observaciones |
---|---|---|---|---|
2011 | Blackie Books |
112 |
978-84-938745-4-4 |
Comentarios
Brillante... pero falaz.
Brillante... pero falaz.
La autora define este tipo de relato como “divertimento”. Un cierto humor parejo con algo de resquemor. A veces la vida, o nosotros mismos, nos ponemos límites a nuestro progreso. Uno de esos límites es el enamoramiento. Cuando nos enamoramos abandonamos todo. En el caso de la protagonista del relato, una bibliotecaria, abandonó la preparación de unas oposiciones y la ciudad de París. Por su amor se resignó a trabajar de bibliotecaria en una ciudad pequeña.
El amado la abandonó y ahora ve que se le escapa la vida: envejece. Puede que su neurosis por el orden hunda su raíz en ese abandono.
El monólogo parece dirigido a un lector que ha pasado la noche en la biblioteca. Un lector quizás imaginario. Mientras cumple sus tareas antes de abrir la biblioteca, la bibliotecaria reflexiona sobre el sistema de clasificación de los libros (del norteamericano Melvil Dewey pero basado en las ideas del francés Gabriel Naudé, bibliotecario del Cardenal Mazarino, en el siglo XVII).
Dewey clasificó en conocimiento en diez categorías. Así la Lengua tendría la signatura 400. Posteriormente la Lengua fue trasladada a la categoría 800, junto con la Literatura.
“Así que ahora resulta que, de momento, la case 400 está desocupada, vacía…
¿Qué acabará ocupándola? ¿Qué sector de la cultura y del conocimiento humano, que no apreciamos en su justo valor, acabará por tomar posesión de ella? Prefiero no pensar en esa signatura vacía, me da miedo. Igual que bañarse en alta mar.” Pág. 25
Igualmente, la bibliotecaria reflexiona sobre su trabajo y su dedicación a los lectores, en especial a los más jóvenes, animándoles para que ese su primer encuentro con los libros les resulte de grato recuerdo y regresen pronto.
“Que la bibliotecaria debe aportar un suplemento de cultura a los lectores, eligiendo a conciencia entre la marea de la industria del libro.” Pág. 64
“… no hay nada más emocionante y gratificante que juzgar la clase de persona que tienes delante, tantear sus expectativas, dar entre las estanterías con el libro que anda buscando y hacer que se encuentren. Los dos juntos, libro y lector, en el momento adecuado de la vida de cada uno, eso puede producir chispas, una llamaras, una hoguera, puede cambiar una vida.” Pág. 77
Aunque la bibliotecaria asegura “Y de todos modos, a los hombres, ya he renunciado… Así que los hombres se han acabado para mí. El amor lo encuentro en los libros. Leo mucho, y eso me consuela. Nunca estás sola cuando vives entre libros. Los libros me elevan.” Pág. 28. Lo cierto es que anda un poco enamorada de un estudiante joven que frecuenta semanalmente su sección. Su aspecto físico le parece estimulante y, ante ese joven, reflexiona sobre la Literatura como sucedáneo del amor.
“Uno no se encierra diez horas al día para escribir si todo le va bien en la vida. La escritura solo llega cuando algo no funciona… Mire Guy de Maupassant, por ejemplo, que murió loco. Después de El Horla los críticos literarios escribieron pomposas páginas… La verdad es que Maupassant murió de los últimos ataques cerebrales provocados por una sífilis mal curada… ¿Y Balzac? Un hombre que se pasa el día encerrado en bata, ingiriendo litros de café negro, ¿Le gustaría que se casara con su hija? ¿Y Sartre? Peor aún… Sartre, y solo Sartre, fue quien impuso a Simone de Beauvoir el arrebato de las aventuras y la unión libre. Si por ella hubiera sido, se habría casado con él…” Págs. 101-102
Este “divertimento” de apenas 106 páginas, elaborado con una cierta ironía, puede ayudar al lector a reflexionar sobre los auténticos motivos que le acercan a la lectura:
“Es que la gente está sola, terriblemente sola. Leer es un pretexto. Un falso pretexto.” Pág. 73.
Y aunque la bibliotecaria protagonista de este relato asegure que “La cultura no es un placer. La cultura es un esfuerzo permanente del ser para escapar de su vil condición de primate subcivilizado” Pág. 65, también es cierto que la lectura de un buen libro produce el placer más íntimo y enriquecedor y que cuando lo descubrimos ya no podemos separarnos de los libros.