Educar el tacto (II)



Con frecuencia me sorprendo ante una
frase tremendamente conocida y repetida: "si no lo veo, no lo creo; si no
meto mi dedo en su llaga…". Y es que me pasmo al considerar que el
objetivo, el fin que busca el llamado Dídimo es, nada más y nada
menos que "creer". Sin embargo, pone una condición
metodológica: ha de tocar, palpar. Me enseñó mi maestro
que conviene mirar y "pararse a pensar". Si la frivolidad es
temible, es un tremendo insulto; la precipitación, el atolondramiento,
son su principio.



¿Y qué será creer?
Ante una pregunta tan directa acude a mi mente una imagen: cerveza y algo para
picar sazonando una memorable conversación; la compañía de
una de esas personas a las que preguntaría y escucharía durante
horas; una de esas pláticas que dejan el corazón, la mente,
llena. Y "tengo" simplemente porque "creo". Sólo
puedo imaginar, pensar en alguien "fiable". Y si no la hay, si mora
la desconfianza en todas las habitaciones de este mundo, me siento mal, la
soledad se apodera del alma. Y creo que también tú te
quedarías sofocado. Y no sólo eso... Piénsalo: todo
nuestro saber es un puro creer hasta… ¿los 15 años?
¿los 20? ¿los
30?



Creo a mis maestros; me fío de
mis amigos; me reconforta y consuela un abrazo. Cuando alguien me saluda y me
da la mano creo que es un saludo. Y si me sonríen,
no pienso que me estén odiando. De otro modo, se me antoja invivible cada día, cada mes y cada año.
Cuando reina la desconfianza es menester ir al notario, firmar y pagar para que
me crean –esto encarece y ralentiza la vida cotidiana–.
Si no me fío, si no me puedo fiar de la mano extendida, no podré
tampoco asumir la palabra que acompaña; no podré creer palabra
alguna. Y cada día lo veo: tantos apretones de manos, tantas
fotografías ante tantas cámaras, tantos abrazos ¡Y no puedo
creerlos!



De pequeña, tras una
riña, la cantinela de mi madre era siempre la misma: "dale un beso
a tu hermana, y pídele perdón". Y con ese beso se
caían todas las barreras. Mi hermana ya no dudaba de la sinceridad de la
reconciliación; yo ya no tenía escondites para guardar rencores.
Doy gracias a mi madre, que me educó el tacto, esa innegable verdad:
siempre que lo toco, lo creo; siempre que me tocan, me creen.



Y ahora, que ya no soy tan niña,
comprendo un poco más a Tomás: también en el tocar vive la fe. Y también su angustia la comprendo: necesito creer y
ser creída cuando toco, cuando me tocan. Y he aprendido que no puedo
dejar que la más pequeña sombra se adhiera a un solo beso, a un
solo abrazo. Y pido a Dios que nunca me exijan una firma ante notario. Que
siempre sea fiable.



Consuelo
Martínez

Priego


Prof. Antropología Filosofía


cmartinez@villanueva.edu




Para leer más:



Taylor Caldwell, Médico de cuerpos y almas, Martínez
Roca, 2000.


http://www.clubdellector.com/fichalibro.php?idlibro=1746


Pedro Salinas, La
voz a ti debida
; Razón de amor,
Cátedra, 1986.


http://www.clubdellector.com/fichalibro.php?idlibro=1489


John Henry Newman, Apología pro vita
sua
, Encuentro, 2000.


http://www.clubdellector.com/fichalibro.php?idlibro=2367