El Sínodo celebrado este mes de octubre invita a los jóvenes a casarse. Menos mal. Porque con tanto hablar de la crisis económica, de la crisis del matrimonio, y de los casos difíciles tenemos el riesgo de olvidar la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia. Las gentes nacen para ser felices en una familia donde campea el cariño, la entrega, el amor fiel en una palabra. La excepción a esa naturaleza son las familias enfermas aunque afecten a muchos y las tengamos muy cerca.
El Sínodo ha tratado de resolver diversos problemas, como son, el fenómeno de convivir antes del matrimonio; las ayudas a la maternidad y a las madres solteras; el apoyo a los divorciados y separados que permanecen fieles al vínculo matrimonial; el pesar de los divorciados que se vuelven a casar y quieren participar de los sacramentos; los problemas que plantean determinadas culturas sobre la poligamia, los matrimonios forzados, o el maltrato contra las mujeres.
No debería ocurrir que con tantas problemáticas, dolorosas ciertamente, caigamos en aquella falta de perspectiva que denunciaba Confucio diciendo que cuando el sabio señala a las estrellas, el necio se detiene mirando el dedo.
Mal servicio haría el Sínodo a la Iglesia, a los creyentes, y a la sociedad, si no hablara de los matrimonios que funcionan, poniendo los medios para crecer, resolviendo las dificultades ordinarias y extraordinarias, cuidando a los pequeños y a los mayores, acogiendo a otras familias heridas, y dando ejemplo de fortaleza en la fe. La santidad en el matrimonio es rara pero no debería ser así; de hecho se trabaja en muchos procesos de beatificación de matrimonios, marido y/o mujer, porque consta que han vivido heroicamente las virtudes de fe, esperanza, y caridad; con prudencia, justicia, fortaleza y templanza, por encima de la media y de las costumbres. Y muchos matrimonios actuales se esfuerzan por vivir el Evangelio, por ser Iglesia doméstica, fuente de vocaciones en servicio de los demás, y por ser testigos de Jesucristo, mostrando que la responsabilidad triunfa sobre el victimismo, la generosidad sobre el egoísmo, y el amor sobre el odio.
Ya sé que el mundo universitario, alumnos y profesores más jóvenes, ven lejano el momento de casarse aunque se sientan enamorados. Pero sería malo que se lanzaran a convivir sin más viendo como imposible casarse algo más tarde “como Dios manda”; y no sería bueno que vieran el matrimonio cristiano como un ideal prácticamente irrealizable en el siglo XXI. ¿Dónde queda aquella llamada de san Juan Pablo II diciendo que se puede ser moderno y fiel a Jesucristo? ¿Y dónde quedaría el matrimonio cristiano si los obispos, sacerdotes y fieles actuales olvidan el esperanzador magisterio del Vaticano II y el amplísimo de san Juan Pablo II?
Jesús Ortiz López