Este libro, publicado en dos tomos de forma similar a 1Q84, nos presenta a Murakami en estado puro. Refleja a la perfección la combinación que le ha hecho famoso, y que él mismo describe en uno de sus libros de no ficción “De lo que hablo cuando hablo de escribir”. Podría formularse con: lenguaje sencillo (al menos, en lo que las traducciones nos permiten asumir), ritmo sereno, trama lineal, fácilmente comprensible, aunque salteada por elementos mágicos o, por expresarlo de otro modo, pertenecientes a otra realidad, a veces sin transiciones entre una y otra.
Una vez que el lector ha aceptado las reglas del juego de Murakami, en las que vale todo lo que él defina —está en su derecho, pues en definitiva, es el autor del libro—, se disfruta del peculiar estilo de narrativa de Murakami, sin esperar ansioso la aclaración de enigmas, ni temer haberse perdido un indicio importante en alguna de las líneas del libro. El libro contiene muchas consideraciones de interés, que se incluyen de forma indirecta sin ser en ningún momento pretenciosas.
El protagonista y narrador de esta novela es un retratista de algo más de treinta años que ha conseguido hacerse un cierto nombre por la expresividad de sus obras. En realidad, le gustaría pintar abstracto, pero no consigue encontrar su propio estilo. Cuando su mujer se separa de él sin dar mayores explicaciones, inicia una peregrinación por el norte de Japón, sin rumbo fijo, hasta que decide regresar. Un amigo suyo le ofrece la vivienda de su padre, un famoso pintor de estilo tradicional japonés, que ha tenido que ingresar en una clínica con demencia senil. Al poco de instalarse en la casa, comienzan a suceder cosas inexplicables que le atrastran en su devenir. Conoce a dos vecinos, el enigmático Menshiki, y la joven Marie, de los que comienza a elaborar un retrato.
A partir de ahí irrumpe la irrealidad, de la mano de un cuadro del anterior morador de la casa, que ha encontrado oculto en un desván, y que reproduce con personajes japoneses una escena de la ópera Don Giovanni de Mozart. Los personajes del cuadro, una misteriosa construcción en el bosque detrás de su casa y sus vecinos le llevan a una inexplicable aventura, a lo largo de la cual va aprendiendo a moverse en un mundo irreal, que le obliga a reinventarse y a superar antiguos complejos.
Murakami construye sus novelas sobre descripciones detalladas y asépticas de asuntos cotidianos. Un tema aparte es, creo que hay que mencionarlo, el papel que asume la vida sexual de sus personajes en las narraciones. Aunque carente de morbo, puede resultar molesto. Por ese motivo, no recomendaría algunos de sus libros a personas que encuentran estas descripciones desagradables.
A los temas recurrentes de otros libros de Murakami, como la música, la geografía de Japón y la comida japonesa, se suma en este libro como tema dominante el trabajo de un pintor retratista. Así como el cuadro “La muerte del comendador” desborda los lindes del lienzo e irrumpe en la vida de su observador, también los retratos del protagonista desarrollan una vida propia, hasta tal punto que el pintor se siente obligado a no terminar el cuadro de Marie para evitar daños mayores.
En definitiva, una novela típica de Murakami, que a mi modo de ver tiene ya más que merecido el Premio Nobel.
Edición | Editorial | Páginas | ISBN | Observaciones |
---|---|---|---|---|
2019 | Tusquets Editores |
491 |
978-84-9066-564-0 |
Segundo volumen. |
Comentarios
Canals hace un excelente
Canals hace una excelente síntesis de La muerte del comendador, novela que a mí me ha desilusionado. Son 43,80 euros, dos volúmenes y mil páginas. Murakami cultiva la novela fantástica, pero la presente es una novela de misterio e incluso de aventuras. Podría servir para un público juvenil si no fuera porque incluye innecesarias escenas de sexo que impiden recomendarla.
Algún fragmento nos recuerda obras anteriores del mismo autor; en concreto los capítulos 53 al 55, correspondientes al segundo volumen. En ellos, el protagonista se introduce en un tunel en el que encontrará al hombre sin rostro y otros fenómenos extraordinarios. Para mí es la mejor parte del relato. También me parece que el autor utiliza un lenguaje corriente, poco trabajado, lejos de la excelencia que se espera de él.
Murakami introduce una simbología, que no llega a explicarnos, sobre ideas y metáforas. El comendador se presenta a sí mismo como una idea con entidad propia, pero sin forma. Según este personaje las ideas no están sujetas al tiempo, interactúan con los hombres de forma limitada y pueden morir. Cuando el protagonista se introduce en un tunel estrecho y sinuoso lo denomina el mundo de las metáforas, pero alguien le advierte que en él se esconde el peligro de las metáforas dobles. Hay aquí un simbolismo que el autor no nos desvela.
Algunas situaciones están tomadas de la vida real. Así, el pintor Tomohiko Amada había vivido recluido en una casa de campo dedicado a pintar. "Abandonó a su familia" -dirá su hijo-; y se lamenta: "Lo que me resulta más duro es el hecho de que, como persona, jamás me haya abierto su corazón a mí, que soy su hijo... No digo que tuviera que haber sido la orientación de mi vida. No pido tanto, pero como poco podíamos haber conversado más, podía haberme hablado de sus experiencias, de sus sentimientos. Algo" (Vol.II, pág.258). ¿Cuántos de nosotros no habremos sentido lo mismo; deseado haber tenido una mayor confianza con nuestro padre cuando el asunto ya no tenía remedio?
Murakami recuerda hechos históricos antiguos que utiliza para explicar situaciones del presente. Por ejemplo, cuando habla de la detención de un japonés en Viena, en 1938, por parte de la Gestapo. También cita algo que los japoneses conocen como la masacre de Nankin. Se trata de la ocupación por el ejército japonés de esa ciudad china, en la que se ejecutó a todos los civiles excepto a los campesinos. Son hechos históricos que tienen un difícil encaje en una novela fantástica.
Por decir algo bueno de La muerte del comendador hay que señalar la maestría con la que Murakami describe los escenarios en los que discurren la acción y sus personajes.