A lo largo de toda la Historia de la Iglesia, la fama de santidad o de martirio aparece como un elemento imprescindible para iniciar una causa de canonización. En los tres primeros siglos el martirio era un hecho tan evidente que no se necesitaban de ulteriores pruebas para que el Pueblo de Dios proclamase como mártir al que había sido testigo de Cristo derramando su sangre.