La Iglesia católica española, que había vivido la llegada de la República como una auténtica desgracia, se apresuró a apoyar la sublevación militar de julio de 1936. No lo dudó. Estaba donde tenía que estar, frente a la anarquía, el socialismo y la República laica. Y todos sus representantes, excepto unos pocos que no compartían ese ardor guerrero, ofrecieron sus manos y su bendición a la política de exterminio inaugurada por los militares rebeldes.