El verano de 1945, William Shawn, director ejecutivo de The New Yorker, habló con el reportero John Hersey sobre la idea de publicar un relato que ilustrara la dimensión humana de los efectos de la bomba atómica en Hiroshima, pues le causaba estupor comprobar que, pese a la gran cantidad de información sobre la bomba que recibían, se estaba ignorando lo que realmente había ocurrido en Hiroshima. El reportero aceptó el encargo.