Desde hace tiempo es evidente que la ciencia va más deprisa de lo que nuestras intuiciones morales son capaces de asumir: hoy ya es materialmente posible encargar una mascota exactamente igual que la que acabamos de enterrar; o reivindicar que se asegure que nuestros hijos tendrán las mismas determinaciones genéticas que nosotros, incluso cuando consisten en algo como la sordera. La mayoría de las personas se sienten cuando menos incómodas ante algunas de las posibilidades que abre la ingeniería genética, aunque no siempre les resulta fácil explicar por qué.