En el primer tercio del siglo XIX, el joven Antonio Rosmini simultanea su interés por la especulación filosófica con el aliento a la fundación de nuevas instituciones apostólicas en la Iglesia. Su propósito intelectual es superar las tendencias de pensamiento que se divulgan en Europa, ofreciendo una vía novedosa capaz de rebasarlas. Convocado a Roma para auxiliar en los conflictos políticos que asolan la Italia de la época, su figura le hace acreedor a una vaga promesa de la púrpura cardenalicia.