Vuelvo a leer esta obra maestra de nuestro nobel de Iria-Flavia, muchos años después de la primera lectura, de la que solo recordaba que era una gran novela y que me había impactado. Además de estar escrita con esa prosa brillante, rica, precisa y ocurrente, característica de Cela, la historia bucea en el arcano del alma humana y explora las luces y las sombras que esta alberga. Ciertamente el cuadro que se nos presenta tiene tintes de pintura negra, pero, como en el caso de Goya, el genio del autor consigue destilar arte de una historia de miseria y tragedia. El sitio que La familia de Pascual Duarte tiene entre los clásicos de nuestra literatura es, sin duda, muy merecido.
Tristeza y pesimismo y miseria y crimen llenan la novela, aunque en un contexto de correcta valoración ética de lo que se narra.
Empieza el relato con la frase “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”. Lo malo es que se lo cree y así le va su vida rodeada de muerte fortuita y no tanto.
En algún momento de su trágica supervivencia hay algún toque sucinto de arrepentimiento, pero en eso se queda.
Lo único que me ha parecido más atractivo es que te mete fácil en el ambiente rural de la época. Y algunos de los diálogos, no todos.
Yo leería otra cosa, hay tantas y tan interesantes.
En estas supuestas memorias, un hombre encarcelado y próximo a sufrir la última pena narra su vida marcada por la miseria y el crimen. En la novela, de compleja estructura bajo su aparente sencillez lineal, se da una sabia gradación de los elementos de violencia y de las reflexiones de reposo y meditación, así como una utilización estilística del lenguaje, que adopta a veces un aire de rusticidad y otras un tono lírico y meditativo de gran calidad.
Es su primera novela, publicada en 1942, y la que más fama le ha dado junto con La colmena y los episodios de Viaje a la Alcarria. El novelista ofrece la transcripción de las memorias de Pascual Duarte –un asesino que espera la ejecución en la cárcel de Badajoz-, avisando de que es "un modelo de conductas", pero "un modelo para huirlo". El famoso comienzo de estas memorias –"Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo"- señala ya la congoja de un hombre que puede ser tomado como una hiena o como un manso cordero, "acorralado y asustado por la vida". Una extraña sed de sangre le impulsa en los momentos más desafortunados a matar a quien le hace daño: primero a su perra, en la que ve de pronto una mirada "escrutadora y fría"; luego a la yegua que provoca el aborto de su primer hijo; después a El Estirao, que ha corrompido a su hermana y adulterado con su mujer. Tras un odio larvado a lo largo de los años, termina matando a su propia madre. Sucesivas desgracias van rompiendo el equilibrio de Pascual: la muerte del padre por rabia, la del hermano tonto al ahogarse en una tinaja de aceite, la del segundo hijo por un "mal aire traidor". Una y otra vez parece que el destino le fuerza a actuar bárbaramente, olvidando que había nacido para "rosa en un estercolero". Esperando la muerte, junto con el frío ejercicio de la memoria que registra crímenes, injurias y huidas, le invade un rudo arrepentimiento, que no deja de ser sincero: "Cuando la paz inunda las almas pecadoras es como cuando el agua cae sobre los barbechos, que fecunda lo seco y hace fructificar el erial". Terrible en su tremendismo, exacta en desvelar un alma desgraciada, la novela se abre paso entre la dureza de la vida, lacónica, impactante.
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Vuelvo a leer esta obra
Vuelvo a leer esta obra maestra de nuestro nobel de Iria-Flavia, muchos años después de la primera lectura, de la que solo recordaba que era una gran novela y que me había impactado. Además de estar escrita con esa prosa brillante, rica, precisa y ocurrente, característica de Cela, la historia bucea en el arcano del alma humana y explora las luces y las sombras que esta alberga. Ciertamente el cuadro que se nos presenta tiene tintes de pintura negra, pero, como en el caso de Goya, el genio del autor consigue destilar arte de una historia de miseria y tragedia. El sitio que La familia de Pascual Duarte tiene entre los clásicos de nuestra literatura es, sin duda, muy merecido.
Tristeza y pesimismo y
Tristeza y pesimismo y miseria y crimen llenan la novela, aunque en un contexto de correcta valoración ética de lo que se narra.
Empieza el relato con la frase “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”. Lo malo es que se lo cree y así le va su vida rodeada de muerte fortuita y no tanto.
En algún momento de su trágica supervivencia hay algún toque sucinto de arrepentimiento, pero en eso se queda.
Lo único que me ha parecido más atractivo es que te mete fácil en el ambiente rural de la época. Y algunos de los diálogos, no todos.
Yo leería otra cosa, hay tantas y tan interesantes.
En estas supuestas memorias, un hombre encarcelado y próximo a sufrir la última pena narra su vida marcada por la miseria y el crimen. En la novela, de compleja estructura bajo su aparente sencillez lineal, se da una sabia gradación de los elementos de violencia y de las reflexiones de reposo y meditación, así como una utilización estilística del lenguaje, que adopta a veces un aire de rusticidad y otras un tono lírico y meditativo de gran calidad.
Es su primera novela, publicada en 1942, y la que más fama le ha dado junto con La colmena y los episodios de Viaje a la Alcarria. El novelista ofrece la transcripción de las memorias de Pascual Duarte –un asesino que espera la ejecución en la cárcel de Badajoz-, avisando de que es "un modelo de conductas", pero "un modelo para huirlo". El famoso comienzo de estas memorias –"Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo"- señala ya la congoja de un hombre que puede ser tomado como una hiena o como un manso cordero, "acorralado y asustado por la vida". Una extraña sed de sangre le impulsa en los momentos más desafortunados a matar a quien le hace daño: primero a su perra, en la que ve de pronto una mirada "escrutadora y fría"; luego a la yegua que provoca el aborto de su primer hijo; después a El Estirao, que ha corrompido a su hermana y adulterado con su mujer. Tras un odio larvado a lo largo de los años, termina matando a su propia madre. Sucesivas desgracias van rompiendo el equilibrio de Pascual: la muerte del padre por rabia, la del hermano tonto al ahogarse en una tinaja de aceite, la del segundo hijo por un "mal aire traidor". Una y otra vez parece que el destino le fuerza a actuar bárbaramente, olvidando que había nacido para "rosa en un estercolero". Esperando la muerte, junto con el frío ejercicio de la memoria que registra crímenes, injurias y huidas, le invade un rudo arrepentimiento, que no deja de ser sincero: "Cuando la paz inunda las almas pecadoras es como cuando el agua cae sobre los barbechos, que fecunda lo seco y hace fructificar el erial". Terrible en su tremendismo, exacta en desvelar un alma desgraciada, la novela se abre paso entre la dureza de la vida, lacónica, impactante.