La beata Emmerich, desde su más tierna infancia, conocía las callejuelas de Nazaret, Belén y Jerusalén mejor que las de su propia aldea natal. Recordaba perfectamente el día de su propio bautismo y entendió desde el primer momento de su vida el latín litúrgico. Jesucristo mismo le dijo en un éxtasis que era la persona a la que más visiones había concedido jamás.
Ana Catalina Emmerich nació el 8 de septiembre de 1774 en Flamsche, una pequeña aldea de la diócesis de Münster, en Westfalia, al noroeste de Alemania.
Sus padres eran campesinos de extremada pobreza y marcada religiosidad. A la edad de doce años se vio obligada a trabajar en el campo, para luego ganarse el pan como costurera. Desde los cuatro años venía teniendo numerosas visiones y mociones espirituales que ella encajaba con total inocencia. Cierto día se enteró sorprendida de que las demás niñas de su aldea no hablaban con sus ángeles de la guarda.
Una vez cumplidos los veintiocho años, ingresó en el convento agustino de Agnetenberg, en Dulmen. Su celo y entusiasmo, sin embargo, incomodaron al común de las hermanas, que, al no comprender los éxtasis en los que entraba cuando estaba en la iglesia, en su celda o mientras trabajaba, la trataban con cierta antipatía. Cuando la Revolución francesa suprimió su convento en 1812, se vio obligada a buscar refugio en la casa de una viuda pobre. En 1813 quedó postrada en cama hasta su muerte once años después.
Fue poco después cuando el famoso poeta Klemens Brentano la visitó. Para su asombro, ella lo reconoció y le dijo que él había sido elegido como el hombre capaz de ayudarla a que se cumpliera el mandato de Dios; concretamente, que escribiera por el bien de innumerables almas la revelación que Él le había hecho. Brentano tomó breves notas sobre los principales puntos y, en vista de que ella hablaba el dialecto de Westfalia, él procedió a traducirlas inmediatamente al alemán. Conforme iba escribiendo, se lo leía y cambiaba y borraba hasta que ella lo aprobara en su totalidad.
En 1833 aparecieron los primeros frutos del esfuerzo de Brentano, La dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo de acuerdo a las meditaciones de Anne Catherine Emmerich. Brentano preparó para su publicación el trabajo La vida de la Santísima Virgen María, pero no apareció hasta 1852 en Múnich. Valiéndose de los manuscritos de Brentano, el padre Schorger publicó en tres volúmenes La vida de Nuestro Señor y años más tade, en 1881, una gran edición ilustrada de la misa, obra que gozó de una enorme popularidad. Desde su aparición, los escritos de Ana Catalina Emmerich han cautivado a todos aquellos que se han acercado a ellos. Su característica principal es la profusión de detalles al relatar la vida en la tierra de Cristo y de la Virgen María: la manera que tenía el Señor de recogerse la túnica al subir las escaleras, la bandeja que sostenía el cáliz de la Última Cena, la organización interna de los equipos de constructores de la Torre de Babel, el color de los gajos del interior del fruto del árbol del Bien y del Mal...
Aunque quizá el rasgo más sobresaliente sea la sencillez y claridad casi infantil de la propia autora. La beata reconoce en numerosas ocasiones, en mitad del relato, que no recuerda cómo continuaron los sucesos de la narración.
Sus escritos no son parte del Magisterio de la Iglesia ni sustituyen a la Revelación contenida en las Escrituras, aunque han sido frecuentemente utilizados como una narración piadosa que puede servir a muchos para entender el peso de nuestros pecados y la grandeza del sacrificio que hizo Jesús por nosotros.
Murió el 9 de febrero de 1824 en la localidad de Dulmen. Un rumor acerca del robo del cuerpo fue la causa de que se abriera su tumba seis semanas después de su muerte. El cuerpo fue encontrado fresco, sin ningún signo de corrupción. En 1892 el proceso de beatificación fue introducido por el obispo de Münster.
Su Santidad Juan Pablo II, dirigiéndose a los fieles congregados el 3 de octubre de 2004, durante la beatificación de Ana Catalina, declaró: "La beata Ana Catalina Emmerich mostró y experimentó en su propia piel la amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. El hecho de que, de hija de pobres campesinos que insistentemente buscaba la cercanía de Dios, se convirtiera en la famosa "mística de Münster" es una obra de la Gracia divina. A su pobreza material se contrapone su rica vida interior. Igual que la paciencia para soportar sus debilidades físicas, nos impresiona la fuerza del carácter de la nueva beata y su firmeza en la fe. Esta fuerza la recibió ella de la Santa Eucaristía. De este modo, su ejemplo abrió a la completa pasión amorosa hacia Jesucristo, los corazones de los hombres pobres y ricos, de las personas cultas y humildes. Aún hoy comunica a todos el mensaje salvífico: gracias a sus heridas hemos sido curados" (cf. 1 P 2, 24).