En una torre junto al Mediterráneo, en busca de la foto que nunca pudo hacer, un antiguo fotógrafo pinta un gran fresco circular en la pared: el paisaje intemporal de una batalla. Lo acompañan en la tarea un rostro que regresa del pasado para cobrar una deuda mortal, y la sombra de una mujer desaparecida diez años atrás. En torno a esos tres personajes, Arturo Pérez-Reverte ha escrito la más intensa y turbadora historia de su larga carrera de novelista. Deslumbrante de principio a fin, El pintor de batallas arrastra al lector, subyugado, a través de la compleja geometría del caos del siglo XXI: el arte, la ciencia, la guerra, el amor, la lucidez y la soledad, se combinan en el vasto mural de un mundo que agoniza.
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El autor muestra su cruda experiencia como corresponsal de guerra, con algunos relatos de un crueldad extrema, todo ello le sirve para presentar unos personajes y un mundo sin creencias ni esperanzas: ni en Dios, ni en el hombre, ni en el amor. El primero no existe, el segundo es un salvaje y el amor es tan solo un placer ocasional.
Tal vez en este relato Pérez-Reverte haya querido aquilatar su experiencia como corresponsal de guerra, presentando, a través de las instantáneas de un reportero gráfico, la dureza y la falta de sensibilidad: la crueldad de un mundo y una cultura que agoniza. Pérez-Reverte no ofrece soluciones; con una visión –privada de Dios- chata y pobre del hombre, postula una explicación invocando las leyes del caos y del azar, ante el cual todo hombre es impotente e irresponsable. La palabra amor no aparece en todo el relato si no es para referirse a la relación sexual. Compasión, solidaridad, etc., ni se insinúan; sólo el “caos” con sus leyes va tejiendo la actitud despiadada con que actúan los personajes de su historia. Y al final el protagonista, se percata de que está muerto en vida, y considera que ha llegado a su fin.