Es un verbo que puede utilizarse en el lenguaje coloquial en muchos sentidos. Cuanto más se utiliza en el día a día, menos se entiende lo que verdaderamente significa, porque solo un sentido de esa palabra es preciso y, de la misma manera que creemos en un solo Dios, solo debería hablarse de adorar al Dios verdadero. Pero ya se sabe, “este chico es adorable”, “tengo auténtica adoración por mi madre”, etc., son modos de hablar que manifiestan admiración, agradecimiento, amor profundo.

Pero adorar, estrictamente hablando, solo se adora a Dios. Y pensando así las cosas, no estaría de más que dedicáramos un momento para pensar: ¿cómo es mi adoración? Es decir, pensando en el auténtico sentido de la palabra, ¿tengo verdaderamente una actitud de adoración a Dios? Quizá basta con pensar un momento en cual es mi actitud al entrar en la iglesia, donde sitúo debidamente el sagrario y mi fe me dice que está Jesucristo perfectamente presente, con su cuerpo, con su divinidad, ¿cómo es mi adoración? ¿Cómo es la genuflexión, que es manifestación pública y notoria de mi fe y mi conocimiento de las enseñanzas de la Iglesia?

En el mundo moderno hay mucha frivolidad, mucha superficialidad para muchas cosas. Se pierde fácilmente el sentido de lo sobrenatural, el sentido de trascendencia. Puede ocurrirle incluso a la persona que entra en la iglesia para la misa del domingo, con prisa, sin demasiada devoción, pero es indudable que ocurre más en las personas que entran en el lugar sagrado por turismo, porque les han dicho que esa catedral es muy rica en obras de arte. Es entonces cuando nos da más tristeza ver a gente que apenas se entera. Sí, mantienen un cierto respeto, un cierto silencio, saben estar, pero no manifiestan la fe cristiana, porque no la tienen o porque han entrado allí en modo turista.

Nos dice un experto: “La adoración es el pórtico de acceso a la intimidad con Dios. Los pasos más elevados de la vida espiritual se apoyan en la adoración, porque se sobrescriben encima del Amor recibido de Dios; y este Amor se aprehende en todo su esplendor solo cuando se capta la grandeza de Dios y la pequeñez de la criatura”[1]. Esto es algo muy serio, el acceso a la intimidad con Dios.

Nos sirve esa idea para plantearnos si esa es nuestra actitud habitual. Nos sirve para pensar en cómo educamos a los hijos, si es el caso, en ese modo de vivir la fe. Un niño que crece en un ambiente de recogimiento, de oración, de silencio y atención en la liturgia, de modos de estar en la iglesia, y llega en ese ambiente a la adolescencia y a la juventud, tendrá mucha facilidad para ser un buen cristiano y ayudará a otros muchos.

La cuestión es preguntarnos qué es lo que vemos a nuestro alrededor, si puedo hacer algo más en la educación de mis hijos, si les doy verdadero ejemplo… Es una grave responsabilidad. Teniendo en cuenta la superficialidad que podemos advertir en no pocas personas, cada uno tenemos que ser conscientes de la ayuda del ejemplo. Y habrá que pensar con frecuencia ¿qué ven los demás en mí? ¿Qué vería yo si tuviera un espejo? Porque de lo que yo haga depende el ambiente de adoración y amor de Dios.

Ángel Cabrero Ugarte

[1] Manuel Ordeig, La adoración, Palabra 2018, p. 10