¿Amigo, a qué has venido?

 

En el huerto de los olivos, pocas horas antes de que empiece la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, tiene lugar el encuentro crucial entre Jesús y su discípulo Judas Iscariote, el que le va a entregar. Judas se acerca y hace la señal convenida con los príncipes de los judíos: besar al Maestro. En ese momento, Jesús le hace la pregunta clave: “¿Amigo, a qué has venido?” (Mt 26,50).

Pasan los siglos, cambian las circunstancias, las culturas y civilizaciones, pero tarde o temprano, volvemos cada uno de nosotros, los bautizados, a encontrarnos cara a cara con el Maestro, con el Mesías y Redentor quien nos ha creado, formado y sustentado, pero quien vuelve a hacernos la pregunta: “¿Amigo, a qué has venido?”.

Precisamente, en esos encuentros reales y concretos de la oración de la vida cristiana se plantean las cuestiones, se resuelven las crisis de crecimiento, se encuentra una nueva dirección de la marcha. San Josemaría explicaba la importancia de dejarse orientar en la oración personal y en la dirección espiritual con estas significativas palabras: “Conocéis de sobra las obligaciones de vuestro camino de cristianos, que os conducirán sin pausa y con calma a la santidad; estáis también precavidos contra las dificultades, prácticamente contra todas, porque se vislumbran ya desde los principios del camino. Ahora os insisto en que os dejéis ayudar, guiar, por un director de almas, al que confiéis todas vuestras ilusiones santas y los problemas cotidianos que afecten a la vida interior, los descalabros que sufráis y las victorias” (Amigos de Dios, n.15).

Esta pregunta de Jesús, del director espiritual, o del acompañamiento espiritual como lo denomina el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2690), devuelve el alma del cristiano a la auténtica realidad. En ocasiones las almas se dejan llevar por el cumplimiento rutinario de sus responsabilidades, se abaten ante las dificultades que toda tarea conlleva y, finalmente, refleja que todos debemos dejarnos ayudar para no engañarnos y no trasformar un camino de amor y de metas altas, en vergonzosas rutinas y absurdos cumplimientos.

Es muy importante salir de los carriles y rutinas en las que fácilmente recaemos, convirtiendo un camino de amor en cumplimientos. San Bernardo de Claraval artífice, con la gracia de Dios, del despertar espiritual de Europa en el siglo XII, cuando caminaba por aquellos kilométricos pasillos del monasterio cisterciense de Cluny, se paraba y se preguntaba: “¿Amigo, a qué has venido?”, y se respondía: “A ser santo”, y retomaba la marcha con renovada energía.

San Josemaría, en julio de 1938, mientras se dirigía a Santiago de Compostela para ganar el jubileo del año santo, observó cómo el valle del Órbigo (León) estaba lleno de norias, donde los borriquillos sacaban el agua para convertir aquellas tierras en fértiles cultivos. Contemplando esa escena escribió aquel punto de camino: “¡Bendita perseverancia la del borrico de noria! —Siempre al mismo paso. Siempre las mismas vueltas. —Un día y otro: todos iguales. Sin eso, no habría madurez en los frutos, ni lozanía en el huerto, ni tendría aromas el jardín. Lleva este pensamiento a tu vida interior” (Camino, n. 998).

José Carlos Martín de la Hoz