“Al principio son tus manos en una habitación de la segunda planta de una casa hecha de piedra. Así comienzas tú: tus manos como el Hágase la luz, organizando el caos. Manos, dedos, sábanas que huelen a lo que no se termina” (p. 9). Así comienza Jesús Montiel su libro titulado “Lo que no se ve”, recordando las delicias de estar con los abuelos, una época cuando era niño. El amor con que le trataba la abuela.
Recuerdos del cariño hecho de pequeños detalles, muy caseros, nunca con regalos de cosas compradas. Siempre con la cercanía de quien está en lo pequeño. O sea, lo que esperamos de una madre. Lo que hacen las madres, a veces mejorado por las abuelas. Lo que hacen las madres que están en casa. Pero cada vez encontramos más familias en las que los niños son acostados por la chica, por la niñera, porque la madre, como el padre, tienen mucho trabajo. Hay que trabajar mucho para ganar mucho dinero y que los hijos tengan de todo. Pero les falta quien les meta en la cama y rece con ellos el “Jesusito de mi vida”.
“A lo largo de los siglos, -dice Montiel en su libro- al margen de la institución, el Evangelio se propaga por medio de gestos, bajo los púlpitos, lejos de los templos. Lo que verdaderamente transmite la fe es una entrega particular, un determinado abrazo o palabra de aliento. Regazos, rodillas, palabras susurradas en la orilla de la cama donde duerme un niño con miedo a la oscuridad. Vidas concretas y no abstracciones teológicas ni homilías. Un Dios que vive en el ejemplo. Desapercibido. Hospedado en el establo de una caricia, en la carpintería de una sonrisa, en el pesebre de unas manos amorosas” (p. 23).
Vale más que cualquier regalo. La proximidad, ayudar con los deberes, perder el tiempo con ellos mientras cenan -almorzar lo hacen en el cole tantas veces- sonreírles cuando cuentan la última historieta de sus amigos. “Soy creyente por culpa de tus manos” (p. 23), tiene que decirle el autor adulto a la abuela recordando sus cuidados.
Cómo cambia la vida de las personas cuando reina el amor. Ahora hay muchos niños que no ven a sus abuelos más que de pascuas a ramos, y cuando aparecen es con regalos generosos. No es lo mismo, y consiguen que los nietos les adoren. Pero los hijos necesitan crecer con el cariño de su madre, de su padre, de su abuela o su abuelo. Es lo que más necesitan. “El amor es un pan que por más que se pellizque nunca se agota” (p. 17).
En los tiempos que corren, en las familias pueden predominar las prisas, llegar justo a casa para un beso al acostarlos, apurados, porque tengo una cena con unos amigos… Si los padres parasen un poco, si tuvieran un rato de reflexión, si los abuelos estuvieran más cerca…
“Vuestras vidas -les dice a los abuelos- rezuman sacrificio porque el futuro no es para vosotros sino para los que vendrán. El mundo que viene, sin embargo, ha rechazado el sacrificio. Es un mundo fácil, menos compasivo, peligrosamente sentimental. Que vive para sí mismo. Nos conmueven las imágenes de los que fallecen en el mar, nos apuntamos a oenegés, somos animalistas y reciclamos, pero nunca han sido más vidriosas las relaciones familiares ni más breve la historia de los amantes” (p. 35).
Falta el saber estar, sin más, con los hijos, si son niños porque lo esperan de nosotros, si adolescentes, porque buscan estar lejos cuando en realidad más lo necesitan. Y los padres corriendo, haciendo multitud de cosas buenas… para las finanzas.
Ángel Cabrero Ugarte
Jesús Montiel, Lo que no se ve, Pre-textos 2020