Cambio y transformación

 

Una de las grandes líneas de investigación actuales en la Historia de la Teología es la denominada Teología de la Historia, de la que fue un verdadero maestro y autentico pionero el cardenal y jesuita Henri de Lubac, autor de muchas e interesantes pautas para entender el cruce de lo temporal con lo eterno, de lo finito con lo infinito, que se produce en la Historia y la plenitud de la Revelación obrada en Jesucristo.

Precisamente, en la reciente publicación del profesor Juan María Laboa, catedrático de Historia de la Iglesia, de la Universidad Pontificia de Comillas, sobre la interpretación integrista, fundamentalista e intolerante de la historia, existen muchas sugerencias interesantes de cómo reaccionaban tanto los autores más innovadores del siglo XIX, como los modernistas del siglo XX, ante las indicaciones y pautas de prudencia y de serenidad que emitía el Magisterio ordinario de la Iglesia, responsable de velar por la verdad y, por tanto, cribar las interpretaciones verdaderas de las falsas del tesoto de la revelación aplicadas a cada etapa de la vida de la Iglesia.

En el estudio de la presentación originaria de la Iglesia, Laboa nos recuerda que los primeros aparecen como una “comunidad ideal e idealizada como una Iglesia de la caridad, que se caracterizaba por la comunión de intereses, de intenciones, de esfuerzos, y de esperanzas de todos sus miembros. A lo largo de los años se les reconoció por el dicho evangélico ‘mirad como se aman’. Era una Iglesia que se expandía fundamentalmente de persona a persona, producto de un testimonio esperanzador y lleno de entiusiasmo, que multiplicaba sus miembros a causa de una profunda ‘metanoia’ personal” (253).

Enseguida, añadirá: “siendo el cristianismo una religión histórica que atribuye gran importancia a la tradición, sus orígenes semíticos y los primeros determinantes influjos grecorrománicos han producido una impronta sustancial en la elaboración de la doctrina, en la formación de sus instituciones y en la conformación de su talante, pero, a pesar, de su decisiva importancia, no reside en ello el problema histórico” (256).

Evidentemente, en la medida en que el mundo se va haciendo más global y que los intereses culturales, políticos, comerciales y doctrinales se van unificando, también las indicaciones romanas se hacen más amplias y abarcan a más fieles, en un esfuerzo constante por inculturizar la fe en el mundo entero: “Ndie duda de la complejidad del tema, pero eso sólo indica la necesidad de afrontarlo” (258).

En esa línea, subraya Laboa la importancioa de mantener la Iglesia la libertad de acción y de palabra frente al reinado de lo temporal y a los burdos intereses del mercado: “El reinado de Jesucristo jamás ha sido edificado por obispos intercambiables con magistrados y políticos. La libertad eclesial es engendrada exclusivamente por su fidelidad al Evangelio, libertad a menudo conseguida con sangre sudor y lagrimas” (264). no olvidemos que la persecución o cristano fobia es abierta y cruel en el mundo islkámico y sutil y encibierta en nuestra sociedad europea: en ambos casos los obispos no han dejado de hablar claro a los cristianos para ser fiel en la sociedad donde vivimos.

Es interesante, que Laboa concluya esta cuestión de la inculturación, recordando que en tiempos de minoría la Iglesia es más libre: “las eclesiologías de Belarmino y de tantos otros presentaron un modelo de Iglesia que se asemejaba más a un Estado que a una comunión de creyentes. Es la noción de sociedad perfecta, de institución mundana, aparejada con toda clase de órganos y adminículos más adecuados para mandar que para servir. Sin embargo, la historia nos enseña que solo la persecución, el abandono, y la marginación han forzado a la Iglesia a cambiar de página y a redescubrir tradiciones y actitudes más acordes con la figura y la doctrina de Jesús” (265).

José Carlos Martín de la Hoz

Juan María Laboa, Integrismo e intolerancia en la Iglesia, ediciones PPC, Madrid 2019, 301 pp.