Pasternak,
Solzhenitsyn, Grossman, Slater, Orwell, Rand, Lárina, Branev y varias decenas
más de autores supervivientes del comunismo nos han dejado un legado
fundamental para entender el aparato represor de una ideología que ha provocado
cien millones de muertes y varios cientos de millones de vidas destrozadas.
Jung Chang ha entrado por la puerta grande de esta literatura de denuncia con
su libro
href="http://www.clubdellector.com/fichalibro.php?idlibro=691">
lang=ES>Cisnes salvajes.
Chang cuenta lo
que vivió y lo que percibe como experiencia propia, como es inevitable en esta
colección de autores perseguidos. Lo cuenta con tal viveza y tal convencimiento
que su lectura deja un rastro de desolación anímica que solo se suaviza cuando
se comprueba el "final feliz" de la historia. La vivencia y la experiencia
ajena, pero mediata, Chang la asume como propia, porque el ser humano se
proyecta hacia el futuro pero se apoya en el pasado del que surge, y lo hace
suyo, le crea una identidad original, ya que la persona es tanto su origen como
su individualidad. Eso es lo que cuenta Chang a lo largo del libro y de lo que
se fue dando cuenta con el tiempo.
Más de quinientas
páginas densas dan lugar a muchos comentarios, muchos matices y muchas
interpretaciones, pero se pueden resumir en que a pesar de todo lo que sufra un
ser humano, nadie, nadie, le puede quitar su dignidad, su esperanza, su
libertad y su capacidad de amar. A lo mejor es aventurar demasiado, pero no sería
exagerado decir que el amor entre ellos salvó a cada miembro de la familia de
Chang durante tres generaciones.
Como occidental,
la lectura de este libro produce un desenmascaramiento de la sociedad china. En
el sistema educativo español de hace unas décadas, tan manipulado por
académicos marxistas, se presentaba el Gran Salto Adelante como el progreso
absoluto de un país tercermundista gracias al socialismo, la Revolución
Cultural como una vuelta a las raíces de la cultura china, etc. Todas esas
patrañas caen de un plumazo con la lectura de Chang.
Lo mismo sucede
con el carácter de los chinos y de los asiáticos en general. En muchas
ocasiones se les presenta como seres herméticos, incapaces de mostrar sus
sentimientos, rígidos y hasta crueles, refinados en placeres e impasibles ante
los sufrimientos. Dejando aparte costumbres de verdadera crueldad, como las que
sufrió la abuela de Chang, lo que sin embargo la autora pone de manifiesto es
que el ser humano, sea chino u occidental, tiene los mismos deseos, las mismas
capacidades, los mismos anhelos y los mismos pecados independientemente de la
cultura que ayude a crear.
Las
ideologías son sistemas de creencias. Algunas más difusas que otras, unas
radicales, otras más abiertas, son todas, sin excepción alguna, un sustituto de
un sistema religioso que exige de los súbditos la fe y la creencia en el mito. A
veces el mito es una persona, a veces una raza, una nación que nunca existió,
un imperio lejano, una lengua. En el caso de Mao, como se ve claramente en este
libro, el comunismo es la constatación de lo que afirmaba Chesterton con toda
razón: "cuando no se cree en Dios se acaba creyendo en cualquier cosa". Y es
que las ideologías exigen ese peaje, sin el cual no pueden sobrevivir. La
actitud de Chang recordaba el testimonio de un chico que perteneció a las
Juventudes Hitlerianas; cada vez que veía a Hitler, decía, le parecía estar
ante un dios, se sobrecogía su alma ante él y su entrega a sus palabras era
total. Se llamen como se llamen, las cumbres de la soberbia humana que son las
dictaduras tienen todas los mismos recursos y resortes de poder, aunque algunas
no caigan en el salvajismo maoísta. La manipulación de los mensajes, la
búsqueda de un enemigo a quien echar la culpa, la censura de los medios de
comunicación, la propaganda, la desconfianza de unos por los otros, la
desconfianza de la cultura, el desprecio de la tradición, el desprecio por la
vida, el desprecio por la libertad, el dirigismo de la vida privada hasta en lo
más íntimo, etc., podrían achacarse a decenas de gobiernos, algunos incluso
democráticos. Porque el Estado, en vez de un instrumento regulatorio de la vida
cívica, se ve más como posibilidad de ejercer poder y manipular que de servir.
Por eso, los
libros como el de Chang deben prevenirnos de los excesos políticos, que no son
más que el fruto de la arrogancia de los que se creen que unas élites políticas
saben más y mejor lo que conviene a las personas, y para reivindicar por todos
los medios la necesidad de una cultura de la vida que considere a los seres
humanos como lo que verdaderamente son: personas, con todo lo que esto implica.
Carlos Segade