Los estudios sobre san Agustín son tan abundantes que se podría afirmar que todos los historiadores de todos los tiempos han leído y meditado sus dos obras más importantes: Las Confesiones y el de Civitate Dei.
Rachel Bespaloff (1895-1949), no podía ser menos, pues ella procedía de una familia ucraniana de origen judío que emigró primero a Ginebra y desde allí hasta South-Hadley (Massachusetts) en el año 1942, de acuerdo con los ritmos que marcaba la diáspora de los judíos en los tiempos del exterminio nazi.
Bespaloff se entretiene en la comparación entre Montaigne y Agustín. De hecho, anotará en las primeras páginas: “Por debajo del instante de las conversión -instante por excelencia, puesto que lleva al paroxismo la paradoja de la libertad que todo lo puede y no puede nada-, Agustín sitúa los momentos de éxtasis atento en los que el alma recibe la premonición de la paz eterna” (39).
Inmediatamente, anotará, quizás lacónicamente que, si cambiamos el concepto de vocación celestial, por vocación terrenal, tendríamos la diferencia entre el “instante” de san Agustín y el “instante” de Montaigne. De ahí que magníficamente añadirá nuestra autora en una perfecta comparación: “Agustín desdeña el refugio que le ofrece, más allá de la historia, el éxtasis unificador de la mística plotiniana, Montaigne, a su vez, no busca ningún éxtasis sensible que le cure la enfermedad de la existencia” (40).
En cualquier caso, Agustín “si cambia los placeres por la felicidad, no fue para dejar de amar, sino para amar más. Se trata de un sacrificio real, de la agonía real de la pasión. El éxtasis agustiniano eclosiona sobre un fondo de violencia, de sensualidad imperiosa cruelmente subyugada. Una lucha a muerte precedió su examen de conciencia, a su vuelta a la luz” (49).
No podemos olvidar que la crisis existencial, la metanoia profunda del doctor de la Iglesia, comprometió la totalidad de su ser: “yo me rechazo para elegirte a ti” (confesiones X, 2, 260).
Quizás la comparación más exacta de la grandeza adquirida por Agustín y la de Montaigne lo resume así nuestra autora: “la belleza sagrada, tan vieja y tan nueva” (54) que la conversión ofrecía a san Agustín se difumina ante la gracia de la criatura dueña de sí misma de Montaigne.
La contemplación divina en la otra vida será completa y saciante porque estará posibilitada por el lumen gloriae, pues la luz cegadora de Dios no se puede contemplar sin morir. “De hecho Agustín “confiesa la imposibilidad de soportar durante mucho tiempo el exceso de realidad de la presencia divina” (56).ac
El drama de la conversión de Agustín abre un camino hacia la divinización (77), abierto a la trascendencia, libre y con capacidad de comunicar. Para Montaigne la conversión es inmanente, porque es un pagano, culto, pero pagano (110).
José Carlos Martin de la Hoz,
Rachel Bespaloff, El instante y la libertad en Montaigne, Hermida editores, Madrid 2022, 129 pp.