Catalina
está un poco embarazada, casi nada en realidad. Su embarazo es tan
pequeñito que casi no es embarazo. En un embarazo a lápiz, en
papel borrador, que se va como ha venido. Además tampoco lo sabe seguro,
porque la cosa fue ayer mismo.
Catalina tiene 15 años y va a la farmacia con
frecuencia. Antes compraba regaliz y clerasil
para los granos. Hoy comprará un antiácido, que no necesita
receta, porque la lógica ansiedad del evento le ha generado un poquito
de hiperclorhidria, y pedirá también un antibiótico para
el flemón. El flemón es casi tan pequeño como su embarazo,
pero para ése sí que lleva una receta que le dio el dentista.
Luego pedirá la píldora “porsiacaso”
—así la llama su amiga Loli—, que
vale 20 euros (Loli no, la píldora). Loli vale mucho más, porque su padre tiene pasta por
un tubo y ha comprado varias píldoras (su padre no, Loli)
para no tener que ir a la farmacia después de estar con Manolo. Catalina supone que “porsiacaso” no es
el nombre auténtico del medicamento, pero Nieves, que es una
farmacéutica superguay, se lo aclarará.
Catalina está nerviosa pero contenta. Gracias
a la nueva píldora será más libre cuando esté con
su primo Borja. Además le han explicado en el cole
que mientras el embrión no anide te lo puedes quitar, porque es como si
no existiera. Y la anidación sólo ocurre unos días
más tarde.
Cuando la profe lo dijo en clase, Richi,
que es un bocazas medio tonto, contestó: “Eso es como decir que
hasta que el niño no esté en la cuna no es niño y te lo
puedes cepillar”. Catalina se mosqueó y
dijo que “no es lo mismo Richi, qué
bruto eres”; pero todos se rieron porque ya sabían lo de ella y
Borja.
Catalina llega a la farmacia, pero como hay una vieja
(lo menos tiene 40 años) comprando, pide primero el almax
para la acidez y el augmentine que
le ha recetado el dentista. La farmacéutica se lo trae todo y le pregunta:
“¿quieres algo más, guapa?”.
Como la vieja no se acaba de ir, Catalina aprovecha
para pesarse y comprobar que los tres helados que se tomó con los coleguis le han engordado casi medio kilo. Se va la vieja,
y entonces dice: “ah, se me olvidaba. También quiero…, la
píldora esa… pa después, ¿mentiendes…?
Nieves la mira de arriba a abajo y le pregunta si es para después de
comer o para después de ponerse ciega de cocacola
con güisqui. Catalina se mosquea y le dice
que ya sabe ella de qué está hablando y que tiene derecho a la
píldora comosellame. Entonces Nieves le
responde que en su farmacia no se despachan abortivos aunque venga la ministra
con una pistola; que a lo hecho pecho, y que se lo piensa decir a su padre (al
de Nieves no, al de Catalina) para que se entere de
lo que hace la niña.
Catalina se marcha con un mosqueo considerable y va
en busca de otra farmacia alejada de su casa donde no la conozcan. Al fin la
encuentra y le dan la famosa píldora. ¿Sólo una?, pregunta
la niña. El
boticario se le ríe a la cara y le dice que para qué quiere
más. “¿Es que te dedicas a eso? ¿Eres una
profesional?”
Catalina se ha tomado la píldora con un vaso
de Coca-cola light. Ella habría
preferido una copa de Baylis, que es dulce como un
caramelo y, con un poco de hielo, te pones la mar de contenta, pero es que el
alcohol no se lo venden ni con receta.
Por la noche piensa que ya puede estar tranquila; que la cosa no ha tenido
importancia, porque además lo más probable es que no estuviera
embarazada. Y si lo estaba era un embarazo muy pequeñito, y el
embrión no había tenido tiempo de anidar. O sea que Nieves es una
exagerada, pero no le dirá
nada a papá. Y si se lo dice, que se lo diga. Porque ella tiene sus
derechos, que se lo ha oído a una ministra muy mona que hay ahora.
Catalina se mete en la cama. Siempre ha
rezado tres avemarías, pero hoy le da cosa y no reza nada.
Apaga la luz y se pone a llorar como cuando era muy pequeña y no
podía dormir sola.
Don Enrique Monasterio