Como es bien sabido, los últimos meses de la vida del fecundo ensayista y escritor austriaco, Stefan Zweig (1881-1942), transcurrieron en Brasil tan lejos de su tierra, de sus amigos y de sus libros, dentro de un clima de forzado exilio, al otro lado del océano Atlántico. Teóricamente, vivía tranquilo en un clima de paz y serenidad, después de haber sobrevivido a la segunda guerra mundial que asolaba Europa y destruía siglos de civilización. En realidad, desde antes de aquella penosa huida, la salud mental del escritor ya había sufrido una gran pérdida y, precisamente, los acontecimientos de la guerra y la profunda crisis de la sociedad occidental, le sumieron en una quiebra existencial, religiosa y humana de la que no logró salir.
Mientras sucedían tan terribles acontecimientos en un alma tan meticulosa, observadora y delicada, el escritor de raza que llevaba dentro, no podía dejar de empuñar la pluma y sumergirse en pensamientos y en la creación de nuevos libros y, de hecho, acometió en uno de sus últimos trabajos, verdaderamente finales, la síntesis de la vida del famoso escritor francés del siglo XVI, Michel de Montaigne. El llamado filósofo naturalista, pues intenta colmar y hace descender la esperanza de lo sobrenatural a lo meramente natural (7).
La elección del personaje no es baladí, pues encontró en Montaigne un cierto paralelismo consigo mismo. Se trata de un intelectual hondamente preocupado por la gran crisis francesa de la época de la libertad de conciencia (14) y, consecuentemente, de las terribles y desoladoras guerras de religión (franceses contra franceses), entre católicos y calvinistas (18), mientras que llegaba cada día agotado de administrar las tierras y gobernar su casa, de aconsejar a unos y otros y de solucionar entuertos ajenos de menor cuantía.
Para Stefan Zweig es llamativo aquel hombre de 38 años, encerrado voluntariamente en una torre, no como un monje que busca el sentido sobrenatural de su entera existencia en el diálogo, la alabanza y la meditación, sino simple y enteramente dedicado a la lectura y al sencillo ejercicio de pensar y, de ese modo, recuperar su libertad interior (21), poner orden a sus pensamientos y, posteriormente, anotarlos, reunirlos, sin orden ni concierto.
De hecho, su principal tarea y gozo es reinventarse (66), pasar el día en la ocupación es buscar (68), hasta lograr algo tan difícil como ser “uno mismo” (77). De ahí que esa introspección sea imitada desde Descartes hasta nuestros días. Una de las consecuencias inmediatas de esta metodología será la adquisición de una profunda tolerancia: “lo humano es invariable. los hombres han podido vivir siempre, incluso en tiempos de fanatismos, la tolerancia. (…), Quien piensa libremente, respeta toda libertad sobre la tierra” (81).
Diez años después de su retiro, sale de la torre para emprender un largo viaje de dos años que le separará de su mujer, de su familia, sus posesiones y, sobre todo de sus libros para leer en la naturaleza (90). Finalmente, Burdeos, París, la muerte (105).
José Carlos Martín de la Hoz
Stefan Zweig, Montaigne, ediciones Acantilado, Madrid 2020, 111 pp.