Uno de los enemigos de la buena redacción es la comodidad, la pereza para consultar un diccionario, una gramática, un libro de estilo…, cuando surge alguna duda. A lo largo de los años, ha ido aumentando mi interés por los diccionarios. No solo por el de la Real Academia u otros que nos definen el significado de las palabras. María Moliner merecería que se le dedicaran calles, plazas y jardines en nuestros pueblos y ciudades por su Diccionario de uso del español, un trabajo realmente prodigioso, utilísimo, realizado cuando no se contaba con los medios informáticos actuales, que denota una sabiduría, un amor a la lengua y una tenacidad realmente admirables. Y qué decir del Diccionario Etimológico de Joan Corominas o del Ideológico de Julio Casares, por señalar algunos que podemos calificar de clásicos.

Pero hay muchos más, interesantísimos: de topónimos, de apellidos, de antropónimos, de sinónimos y antónimos, de dichos y frases hechas, de refranes, sobre el uso de las preposiciones, de anglicismos, de falsos amigos…; o los utilísimos sobre redes de palabras o combinatorios, dirigidos por el académico Ignacio Bosque, o el Diccionario de Americanismos, por poner algunos ejemplos.

Los hay también para estudiantes, muy adecuados para familiarizar pronto a la gente joven con estas herramientas tan útiles y necesarias. Despertar la curiosidad por el lenguaje resulta fundamental, para ayudar a pensar, a precisar, a descubrir la belleza de hablar y de escribir correctamente.

Además, la informática ofrece nuevas posibilidades que facilitan la rápida resolución de las dudas. Sin embargo, si falta ese amor previo a la palabra, los avances técnicos probablemente serán de escasa utilidad.

 

Luis Ramoneda.