La Iglesia no duda en defender la indisolubilidad del matrimonio. Es algo connatural a la institución misma aun cuando, en los tiempos que corren, para muchos esto ya no sea una verdad indiscutible. La Iglesia siempre ha mantenido esta enseñanza y a casi nadie se le ocurre dudar de que cualquier sociedad sería un remanso de paz si todos los matrimonios lo fueran. Además de ser lo bueno, Jesucristo lo dejó muy claro en su predicación, confirmando lo que era conocido desde los orígenes del hombre.
A pesar de todo, en todas las épocas ha habido crisis matrimoniales. Cuando la legislación civil protegía la institución antes que a las personas, se procuraban arreglar las cosas para mantener el bien de la indisolubilidad y, a pesar de todo, había separaciones y también infidelidades más o menos ocultas. Y, ahora que la sociedad permite en su legislación civil el divorcio, el desorden es muy generalizado, y así están las familias.
Ante esta situación, la Iglesia no puede desentenderse de los divorciados. El divorciado es una persona extremadamente vulnerable. Del divorcio puede salir una persona inocente, abandonada a su suerte, o puede salir un culpable, que fácilmente tiene previamente una compañía. Si son católicos, ambos, el culpable y el inocente, están en una situación de pecado o de fácil desliz hacia el pecado.
En esas circunstancias el primero que se acerca es el desalmado que dice: “tienes que rehacer tu vida”, o sea, le está sugiriendo el adulterio sin recato ninguno. Es lo que se lleva. “Tienes derecho a ser feliz”. Esto es especialmente insidioso cuando es la parte “inocente”. Le ha abandonado su mujer, o su marido, pues habrá que rehacer la vida, o sea ponerse al margen de la vida de la Gracia.
¿Qué hace la Iglesia? De Jesús sabemos que se juntaba a comer con los pecadores… “No he venido a llamar a los justos si no a los pecadores”. Sin embargo puede parecer que en ciertos ambientes eclesiales se trata, se busca, se llama, a los justos. Sin duda es más cómodo. Si quieres organizar unas charlas, un voluntariado para atender a los pobres, etc., piensas en los buenos.
¿Qué se hace con los divorciados? El equilibrio es muy difícil, y quien más quien menos sufrimos la tensión. Si trato con normalidad a esa persona divorciada y vuelta a casar puede parecer que apruebo su situación. De hecho tener en la parroquia a personas divorciadas, para clases de catecismos o para lo que sea, a más de uno le puede escandalizar. ¿Puede el párroco quedarse al margen? ¿Puede hacer algo?
Pensamos mucho en los pobres con necesidades materiales, y quizá no se nos ocurren demasiadas cosas para los pobres espirituales, que son más, y en una situación más grave. No podemos olvidarnos nunca de las obras de misericordia espirituales. Y Jesús comía en casa de los pecadores, los buscaba, les amaba y los elegía para que le siguieran, como a Mateo.
Los divorciados, especialmente los vueltos a casar, están en una situación muy difícil, en situación de adulterio, aunque no quieran llamarlo así. Pero no están excomulgados, como algunos creen, por pura incultura. No pueden comulgar, lo mismo que aquel que no va a misa los domingos y no se confiesa. Los divorciados, si son personas que creen, necesitan que estemos a su lado, con amor, con soluciones, sin abrir puertas que no se pueden abrir, pero llevándoles hacia Cristo. ¿Quién puede hacerlo? Hay diócesis que lo tienen muy bien organizado, hay parroquias que tienen alguna organización, pero quizá tendríamos que pensar cada uno de los católicos: ¿yo qué puedo hacer para mantener en la Iglesia a esa persona?
Ángel Cabrero Ugarte