Uno de los temas más interesantes que son abordados en el tratado sobre el Concilio Vaticano I que acaba de publicar en “Sal Terrae”, el historiador americano de los Concilios recientes y profesor de la Universidad de Georgetown, el jesuita John W. O’Malley, es la completa descripción del ambiente que rodeó a la aprobación de la Constitución Dogmática Pastor Aeternus, por la que se definía el dogma de la infalibilidad Pontificia.
En efecto, el clima que rodeo al Concilio se centró muy pronto en la oportunidad de abordar esta definición dogmática de la infalibilidad del Papa en materias de fe y de moral, no tanto por razones teológicas, puesto que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia desde el “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18), sino de otro orden.
Para los cristianos ingleses como Manning o los alemanes de la Renania machacados literalmente por Bismarck era una cuestión de vida o muerte plantear que el Santo Padre y la cabeza de la Iglesia estaban por encima, muy por encima, de las banderías humanas, de los ridículos ataques a la fe cristiana por no haberse sometido al racionalismo y al cientifismo imperante desde la ilustración francesa y de los intentos de persecución sistemática del catolicismo.
Evidentemente el documento del papa beato Pío IX llamado el Syllabus, publicado en 1864, donde se reunían todos los ataques directos contra la fe cristiana y el inmenso mundo de las ideologías: nazismo, comunismo, liberalismo, tradicionalismo, modernismo y evolucionismo, no bastaba (105). Era preciso recordar a todos los cristianos del mundo entero y a todos los hombres de buena voluntad, que el papa y los obispos en comunión con él podían extraer del tesoro de la revelación en cada etapa de la historia las luces necesarias para orientar la vida de los cristianos y de las comunidades nacionales e internacionales.
La cuestión era de mera oportunidad, es decir, si era el momento más adecuado y oportuno para explicar al mundo entero, a una sociedad racionalista, no solo que era verdad que la Iglesia creían en Dios y en el origen sobrenatural de su historia y de que la asistencia del Espíritu Santo al Santo Padre y a los obispos en comunión con él, no era sólo para los comienzos de la historia sino para siempre.
Precisamente, nos recuerda O’Malley, que, en 1863, en vísperas del concilio se reunía un congreso teológico en Múnich presidido por Döllinger en el que “afirmó rotundamente la libertad de los teólogos frente al control romano y deseó que en el futuro se produjese un renacimiento teológico cuyo origen y centro estuviesen en Alemania. Para lograr ese renacimiento se requerían tres pasos: promover la unidad cristiana (…). En segundo lugar, los teólogos tenían que tomar conciencia de su misión profética y resistirse a los intentos de amoldarlos a modos anticuados. Finalmente, la teología especulativa católica tenía que incorporar los métodos exegéticos e históricos modernos” (121-122).
José Carlos Martín de la Hoz
John W. O’Malley, El Vaticano I. El Concilio y la formación de la Iglesia ultramontana, ed. Sal Terrae, Santander 2019, 311 pp.