Uno de los momentos más importantes del libro de Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, es la narración de la escena de Jesucristo entrando en las aguas del Jordán para ser bautizado por san Juan Bautista. Ese momento histórico es de tal significado que contemporáneamente ocurrió una de las pocas teofanías que recoge el Nuevo Testamento. En efecto, el Espíritu Santo descendió en forma de paloma y se escuchó nítidamente la voz del Padre: “Jesús, habiendo sido bautizado, estaba en oración, sucedió que se abrió el cielo, [22] y bajó el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como una paloma, y se oyó una voz que venía del cielo: Tú eres mi Hijo, el Amado, en ti me he complacido” (Lc 3, 21-22).
En ese momento, las aguas cobraron el poder de convertirse en la materia del santo bautismo por el cual todos y cada uno de los cristianos entramos a formar parte del Cuerpo místico de Cristo y quedamos identificados con Él. “Hermanos en el Hermano” o como “Hijos en el Hijo”. La relación con Jesucristo es profundamente personal y durará toda la eternidad.
La centralidad de Jesucristo nos recuerda que nuestra vida es, como la de Jesucristo, consiste en dirigirnos a la casa del Padre en un movimiento uniformemente acelerado hacia la Cruz: “obediens usque ad mortem, mortem autem crucis” (Filp 2,8).
Con el bautismo del Señor comienza su vida pública en la que invitará a todos los judíos y, después, a través de sus discípulos, a todos los hombres a incorporarse al nuevo Pueblo de Israel, al pueblo escogido por Jesucristo que está destinado a perdurar hasta el final de los tiempos.
La relación profunda entre los dos pueblos, es que los dos y no sólo el segundo, están llamados a la oración de complicidad, a la santidad, es decir a la plenitud del amor. El primero estaba llamado también al cumplimiento de la ley. Este giro se hizo posible mediante el perdón del pecado original mediante la muerte del Redentor.
El camino hacia la santidad y hacia el cielo lo recorremos con Jesucristo y nuestros hermanos los hombres formando una única Iglesia: triunfante, purgante y militante. Solo podremos ser humildes si servimos a Dios y a nuestros hermanos. Precisamente, el itinerario de la santidad que abre el bautismo, camino de humildad, es morir a nosotros mismos, para resucitar a la vida de la gracia por los sacramentos y la palabra de Dios.
El bautismo que recibió Jesucristo vino precedido por los cuarenta días de la cuaresma: tiempo de reparación, desagravio y penitencia por los pecados de todos los hombres de todos los tiempos.
En el momento de la debilidad, el demonio se presentó y tentó a Jesús, como perfecto hombre, pero hombre, como lo había hecho a nuestros primeros padres. Fueron tres tentaciones que tenían como objetivo poner a prueba la humildad: la falta de rectitud de intención, la tentación dela vanagloria y la del poder sin ambages. Las respuestas humildes de Jesus, nos muestran el camino para vencer la tentación: no desear otra cosa que la gloria de Dios y la salvación de las almas.
José Carlos Martín de la Hoz