Afimaba el maestro Eckhart, uno de los grandes maestros dominicos de la teología espiritual desde el siglo XIII, en uno de sus cálidos sermones pronunciados en Colonia ante una multitud de hombres y mujeres de toda clase y condición, que “nunca es Dios más Dios que cuando inhabita en el interior de sus hijos los hombres”.
Efectivamente, es el centro del alma como le gustaba a Eckhart resumir su camino de intimidad con Dios, el espacio de conquista de Dios, pues es en ese lugar donde Dios desea asentarse y desde ahí llevar a cabo nuestra santificación, ese es el lugar que desea ocupar para hacernos plenamente felices, pues del corazón del hombre nacen sus deseos de amor y de entrega, así como también los malos pensamientos (Mt 15,19).
Dios busca encender nuestro entendimiento y colmar nuestra voluntad, de modo que libremente busquemos corresponder a esos dones divinos y asimismo busquemos el bien de Dios y de los que nos rodean. No podía ser de otro modo, cuando la moral de los padres de la Iglesia se concebía “como la respuesta a la gran cuestión de la felicidad y de la salvación del hombre” (158).
El centro del alma será ese lugar donde confluyen los deseos, las determinaciones de amor, los propósitos, las ilusiones; es tan central que la mística castellana, a través de Francisco de Osuna en su tercer Abecedario, lo va a divulgar por el mundo entero: “La experiencia de la vida de fe nos enseña que cuanto más nos demos a Dios, cuanto más nos sometamos a su gracia, tanto más nos hacemos humanos, sensibles tanto a los otros hombres como a toda otra realidad creada” (132).
La vida de relación con Dios, nos lleva a restaurar la imagen de Dios en nosotros, hasta llegar a la ilusión y la meta que marca san Pablo a los Gálatas: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo vive en mi” (Gal 2,20).
Esta sencilla espiritualidad está en el centro de la teología del también dominico belga Servaus Theodore Pinckaers (1925-2008), profesor Ordinario de Teología Moral Fundamental de la Facultad de Teología de la Universidad de Friburgo, y uno de los grandes teólogos que renovaron la teología moral a finales del siglo XX.
Precisamente, hablando del centro del alma, nos dirá Pinckaers: “Se puede recordar también la «scintilla animae», la llamita del alma de la que habla san Jerónimo, que llegará a ser la sindéresis de los teólogos, la intuición de los primeros principios del obrar moral que el conocimiento «fontal» pone en aplicación” (86).
El conocimiento fontal, es por tanto poliédrico y aparece de diversas formas, pues puede convertirse en conocimiento especulativo o práctico, según sea la mirada o según se distinga la atención al tipo de objeto que nos ocupe. En definitiva, la conciencia moral.
Es más, sin conocimiento sapiencia el hombre quedaría cojo, pues como decía Harnack: “la ciencia hoy no da más respuestas que las que daba hace dos o tres mil años” pues la verdadera ciencia, la del espíritu, es la que da sentido y orientación para la verdadera vida, la que conduce a la sólida felicidad (107).
A lo cual añade Pinckaers: “Las ciencias humanas tienen necesidad de la ciencia moral porque no pueden alcanzar más que la cara exterior y visible de las acciones humanas. Se les escapan en gran parte los actos del hombre más ricos y decisivos, como el amor y el odio, la intención y la libre elección, en comportamiento...” (109).
También podríamos afirmar que la ciencia moral necesita de las ciencias humanas para expresarse y hacerse más inteligible a los hombres, que como tales necesitan puntos de referencia, imágenes e intuiciones para captar el fondo de las cuestiones.
La moral como camino de la felicidad y de la salvación del hombre, al decir de los Padres de la Iglesia, nos conduce a una relación personal con Jesucristo, a la práctica de las virtudes, en definitiva, no es algo colateral o superficial, afecta al centro del alma
José Carlos Martin de la Hoz
Servais Theodore Pinckaers, OP, Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su contenido, su historia, ed. Eunsa, Pamplona 1988, 592 pp.