El Mesías del sermón de las bienaventuranzas

 

El evangelio de san Mateo comienza propiamente con la presentación de la realeza de Jesucristo y el anuncio de la conversión en el grandioso sermón de las bienaventuranzas.

El famoso y siempre comprometedor sermón de la montaña arrancará con la radical puesta en escena del Señor rodeado de una inmensa multitud, cuando les “hablaba con toda autoridad” (Mt 5,1).

Una vez más hemos de referirnos a la conveniencia de leer despacio el Sermón de San Agustín acerca de las bienaventuranzas que fue, durante siglos, la regla de la santidad en medio del mundo y la llamada universal a la santidad: “Dios no exige nada, no pide nada, no busca nada, no recrimina nada”. Al contrario, Dios lo da todo y se da El mismo: nos entrega a su Hijo predilecto y muy amado.

La santidad es, por tanto, una invitación de Dios a vivir con El y en El. La santidad es un don de Dios que se refleja en las bienaventuranzas. Es decir, el estilo de vida de los que han recibido la santidad es ser pacífico, manso de corazón, fuerte, limpio de corazón, amante de la justicia, paciente en la persecución y siempre empeñado en amar a Dios y a las almas con todo el corazón.

El problema de haber convertido el horizonte de la santidad en un esfuerzo voluntarista no procede de san Agustín ni tampoco de santo Tomás de Aquino pues para él, las virtudes y la armonía de las virtudes constituyen lo que se llama la vida lograda, es decir, la santidad. Como expresa el Aquinate, “virtus habitus est”. Es decir, un don intrínseco de Dios en el alma, completamente desproporcionado a lo poco que hacemos con nuestros esfuerzos “por portarnos bien”.

Tampoco procede de Francisco de Vitoria, ni de Domingo de Soto, que propalaban un nuevo humanismo basado en la dignidad de la persona humana como depositario de los dones divinos y comentaban siempre el texto del Aquinate: “la gracia no destruye la naturaleza, la supone, la sana y la eleva” (Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 1, a. 8, ad2).

Frente al primer sacerdote jesuita, san Pedro Fabro, SJ (1506-1546), quien se consideraba “contemplativo en la acción” y que fue canonizado por el papa Francisco, surgirá el también jesuita, Juan de Azor (1535-1603) quien subrayará en las “Instituciones” un planteamiento ascético de la santidad, propalando sobre todo en Castilla y sus reinos un planteamiento de estado de perfección que no es el propio de Santo Tomás.

Pero volvamos al discurso de las bienaventuranzas. Los regalos de Diosa al corazón que desea amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. La conclusión del Sermón es confiar en Dios y buscarle a él. El Reino está dentro de nosotros.

José Carlos Martín de la Hoz

Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, BAC, Madrid 2024, 627 pp.