La lectura del extenso tratado “El Leviatán” sobre el origen y las atribuciones del Estado como única salvaguardia de futuro de la humanidad, redactado en 1651 por el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679), deja al descubierto la esencia más profunda de su pensamiento; el nominalismo del que hace gala ostensiblemente.
En efecto, tras las farragosas e interminables explicaciones, descripciones y vueltas y revueltas a las mismas ideas, el lector se pregunta por qué tantas páginas para repetir lo que ya había expresado más brevemente en el Tratado “De cive”, pocos años antes, en 1642, sobre la misma cuestión.
En realidad, lo que ocurre es que la esencia de su pensamiento es el nominalismo, por tanto, la verdad no termina imponiéndose por sí misma, sino que voluntariamente hay que imponerla a base de insistir en los mismos argumentos, eso sí voluntaristamente, pues era un inglés profundamente desconfiado, que necesitaba ideas claras y sencillas, seguridad física, de que el hombre entregará por miedo a la lucha entre los hombres y al castigo, su libertad al gobernante y podrá construirse cierta paz en la sociedad.
Al final del libro del Leviatán resume su pensamiento con un descarado ataque a la razón, a los universales y a la metafísica: “lo que en estos libros está escrito está, en su mayor parte, tan lejos de la posibilidad de ser entendido, y repugna tanto a la razón natural, que quienquiera que piense que hay allí algo que pueda ser entendido por ella tiene necesariamente que pensar que ella es sobrenatural” (cap. 46, 780).
Ese ataque se concreta seguidamente en los siguientes puntos: “con dicha doctrina compuesta de nombres vacíos, se asusta a los hombres a fin de que no obedezcan las leyes de su país, lo mismo que se asusta a los pájaros para alejarlos de un campo de maíz, utilizando para ello un muñeco de paja con un gorro y una caña torcida”. A lo que añade: “también, basándose en ese fundamento nos dicen que la figura, el color y el sabor de un trozo de pan contiene un ser diferente, del que dicen que no es ya pan” (niega la transubstanciación). También niega las virtudes teologales como verdaderamente infundidas por Dios “y otras muchas cosas nos dicen -los metafísicos- que solo sirven para debilitar la dependencia de los súbditos respecto al poder soberano de sus países respectivos” (cap. 46, 784).
Efectivamente, como nominalista aborrece la razón y busca en el derecho y en el fideísmo, al igual que Calvino, la seguridad; incluso para Hobbes, la fe es traspasada de estar depositada en Dios a estarlo en el gobernante civil, en el monarca, que salvaguarda la paz social mediante el gobierno despótico: la autoridad en materia religiosa como civil recae sobre el Estado: “la cual reside en el soberano, por ser el único que ostenta el poder legislativo (…). La Iglesia, si constituye una persona, es lo mismo que un Estado de cristianos que recibe el nombre de Estado porque consiste en una serie de hombres unidos en un soberano cristiano” (cap. 32, 478). Es interesante ver el nominalismo de Guillermo de Ockham (1287-1347), tres siglos después, hecho propuesta de Estado.
José Carlos Martín de la Hoz
Thomas Hobbes, Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, ediciones Alianza editorial, Madrid 2019, 830 pp.