La fiesta de Cristo Rey nos hace pensar en la relación que nosotros, como cristianos, tenemos con Jesucristo. Es nuestro rey. Indiferentemente de si uno, a nivel político, se sienta monárquico o republicano. Porque lo que contemplamos en esta fiesta, al final del año litúrgico, es que Cristo es Nuestro Señor, nuestro Redentor, que nos ha abierto las puertas del cielo. Y, por eso, le adoramos.
Podemos relacionarnos con Jesús de diversas maneras. Una es esta, exclusiva porque solo a Él podemos rendir adoración. Hoy en día parece, a veces, que la gente adora a un ídolo deportivo, por lo bien que juega o porque nos representa y le sentimos nuestro. Pero es una actitud tremendamente equivocada, pues ese triunfador sigue siendo siempre un hombre o una mujer, con sus limitaciones, sus defectos y con un tiempo limitado en sus éxitos.
Adoramos a Jesucristo. Y la ocasión de la fiesta puede servirnos para pensar en cómo es nuestra actitud. Cuál es nuestro modo de entrar en una iglesia, si somos capaces de postrarnos ante el Señor, sacramentado en el sagrario o en imágenes o en el sacrificio de la Misa. Parece que surgen, en algunos ambientes, dificultades para arrodillarse, ya no solo por la edad, que es un motivo, sino por cierta soberbia oculta que nos impide inclinarnos, postrarnos ante alguien. Desde luego si no es ese Alguien que ha creado el mundo, no sería lógico adorar.
“Arrodillarse -dice Ratzinger- es algo que no tiene sentido cuando se convierte en pura exterioridad, en un acto meramente corporal; pero también cuando la adoración se reduce únicamente a la dimensión espiritual, sin encarnación, el acto de la adopción se desvanece, porque la pura espiritualidad no expresa la esencia del hombre. La adoración es uno de esos actos fundamentales que afectan al ser humano en su totalidad. Por ello, doblar las rodillas en la presencia del Dios vivo es algo irrenunciable” (El espíritu de la liturgia, p. 215).
Nuestra relación con Jesucristo deseamos que sea también de amistad. Lo dice san Josemaría en Camino: “Buscas la compañía de amigos que con su conversación y su afecto, con su trato, te hacen más llevadero el destierro de este mundo..., aunque los amigos a veces traicionan. -No me parece mal. Pero... ¿cómo no frecuentas cada día con mayor intensidad la compañía, la conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona?” (n. 88). Puede ser más o menos difícil llegar a ese trato habitual de amistad, pero podemos entender que es algo muy natural, que Él nos quiere como amigo.
También podemos considerar nuestro trato con Dios desde el amor esponsal. “Ser cristiano significa aprender a dirigir el eros hacia lo que realmente puede satisfacernos: la unión esponsal de Cristo con su Iglesia. Las bodas del Cordero, es aquello por lo que suspiramos (deseo); es para lo que hemos sido creados (diseño), hacia lo que estamos encaminados (destino)”. Es como lo explica Christopher West en “Llena estos corazones”. Es una forma distinta de ver lo anterior, quizá un poco más pobre, teniendo en cuenta que se basa en un deseo, mientras que la amistad se apoya en un amor mutuo que surge del trato de oración.
En todo caso, ante esta fiesta que marca el final del año litúrgico, nos parece que postrarnos ante Dios, Uno y Trino, adorar, sin más, reconociendo todo lo que Él es para nosotros, es una necesidad y una obligación natural para todo hombre creyente, y procuramos ejercitarnos con devoción.
Ángel Cabrero Ugarte