El tesoro de Cantalapiedra

 

En lo más profundo de la meseta castellana, en medio de inmensos campos perfectamente labrados, se encuentra un pequeño pueblecito, Cantalapiedra, en el que destaca un gran edificio. Esta casa, que llama mucho la atención, es el convento de las Clarisas. Hoy en día casi setenta monjas lo habitan. Nunca habría sabido de ellas si no es porque me invitó a visitarlas una antigua alumna, que ingresó allí hace cuatro años.

La imagen que tengo de sor María de la Esperanza, que así se llama ahora, la tengo muy nítida en mi memoria, de cuando la tenía en clase y de las excursiones al monte que tanto le gustaban. De ahí tengo algo más: unas buenas fotos. Y siempre predomina su felicidad, su sonrisa franca y amable. Después de cuatro años sin verla, al dirigirme a ese lugar lejano, tenía la intriga de saber cómo sería su rostro, de monja de clausura. Y me quedé maravillado al encontrarla en el locutorio, con su rostro feliz, su sonrisa contagiosa, su alegría totalmente franca de siempre.

Fui con un amigo que también la conocía de las excursiones y se quedó estupefacto. Casi no se lo podía creer. Una mujer de menos de treinta años, encantada con su vida. Porque no era solo su rostro afable y feliz, era todo lo que nos contaba de las cosas que allí hacían. Cómo era su casa, su vida, su huerto, sus hermanas de religión, algunas muy mayores a quienes había que cuidar bien.

Todo en su vida del claustro es una alegría auténtica. Y disfruta allí como disfrutaba en las excursiones al monte. Queda constancia en las fotos. Ahora no tiene monte, aunque en la finca del convento hay “bosque”, dice ella, además de huerto. Pero su rostro de felicidad es el mismo de siempre. Es notorio descubrir su alegría, y no tiene nada.

No es un modo de hablar. No tienen nada. Una celda, llámese habitación o como se quiera, sin agua corriente, sin calefacción y sin electricidad. Eso sí, por la noche puede abrigarse bien para dormir. Si necesita algo por la noche, se enciende la vela. Tienen una zona para sacerdotes invitados que quieran ir allí a pasar unos días, por descanso o por trabajo, y esas habitaciones son sencillas, pero tienen servicio propio, luz, calefacción, una mesa de trabajo… Pero ellas no tienen nada.

Han vivido en gran medida de la repostería, pero desde hace un tiempo no pueden dedicarlo demasiado a estos trabajos porque, sobre todo las más jóvenes, lo dedican bastante a cuidar de las mayores. Además trabajan el huerto, del que se mantienen y, sobre todo, se dedican a la contemplación. Son monjas contemplativas. En la iglesia abierta al público tienen al Santísimo expuesto 24 horas al día, lo que supone que siempre hay alguien allí, rezando, alguna de las monjas. Pero en su capilla privada tienen sus horas de contemplación, de trato con Dios habitual.

No tienen nada. Nada de las cosas que a la gente de la calle les parece imprescindibles. Pero tienen todo eso que hace verdaderamente felices a las personas. Estas monjas tienen bastantes visitas. ¿Por qué? Porque a mucha gente les admira el “espectáculo” del recogimiento, de la oración, de la pobreza. Y de la alegría. No es que se pueda ver mucho, porque en el convento no se entra, pero están con ellas en los locutorios, cuando van a visitar a alguna conocida -los padres o hermanos, por ejemplo- o porque van buscando algo.

Pero solo estar allí es un tesoro y, aunque estén lejos, queda siempre el deseo de volver.

Ángel Cabrero Ugarte