Hace poco vino a mi casa Miguel, electricista, que nació en Zafra, pero lleva muchos años trabajando por el barrio madrileño de Chamberí, donde vive. Se trataba de arreglar unos timbres que habían dejado de funcionar. Después de una larga y desconcertante búsqueda, llegó a la conclusión de que, en una reparación de albañilería reciente, se había hecho una chapuza que había causado la avería. Al día siguiente, Miguel arregló el desperfecto y dejó la instalación en perfectas condiciones, después de varias horas de trabajo.
Ese mismo día por la mañana, había comprado un ejemplar de Diario de un hombre superfluo de Iván Turguénev (otros prefieren transcribir Turgueniev), en la cuidadísima edición de Nórdica libros que acaba de publicarse. No me voy a referir aquí al contenido de esta breve narración –una obra clásica de la literatura rusa del siglo XIX, escrita en forma de diario, que merece la pena leer–, sino a la calidad física de esta edición de Nórdica.
El trabajo bien hecho se nota en los detalles y aquí abundan: las excelentes ilustraciones del vallisoletano Juan Berrio –algunas en color–, el formato, el papel, el tipo de letra, la maquetación…, todo ayudan a que la lectura sea muy cómoda y agradable; y el toque de color en las fechas del diario, en la letra inicial de cada capítulo, en los números de cada página…, entre otros adornos. Libros así muestran de modo palpable que la lectura es una de las actividades más nobles que podemos realizar los hombres e invitan sin duda a llevarla a cabo con atención y sosiego. No propongo que haya que hacer como aquel ilustrado que para leer se cambiaba de ropa y se encerraba en su biblioteca, pero…
Son dos ejemplos recientes sobre actividades muy distintas, pero que muestran el valor y la importancia del trabajo bien hecho, de la tarea realizada y acabada con primor, con profesionalidad, con perfección que va más allá del cumplimiento estricto del deber y denota amor al trabajo y a la trascendencia que tiene. Algo que incluso se puede santificar y con lo que nos podemos santificar, como enseñó san Josemaría Escrivá desde 1928.
Luis Ramoneda