El valor de un cuaderno. I Certamen de relato corto, alumnos C.U. Villanueva. Primer Premio

 

Yo solía estar en una tienda. Era una preciosa librería situada en la plaza mayor de un pueblo. Ni muy grande, ni muy pequeña. Una de esas tiendas con tantos años de antigüedad que se podía listar a todos sus dueños con solo preguntarle a la gente de la zona. De esas con encanto propio, que tanto emocionan a todos los turistas cuando entran en verano buscando resguardarse del calor; y en las que, nada más entrar, puedes notar que tienen historia personal.

Estaba llena de libros y cuadernos de todo tipo. Mirando a sus paredes podías observar miles de encuadernaciones con distintos tamaños, colores y formas. Había algunas con dibujos dentro de las páginas, con la portada decorada o simplemente con el título. Los había con y sin letra en su interior. Algunos tenían la letra tan junta y tan pequeña que hubiera hecho falta una lupa para leerlos, mientras que otros tenían letras grandes de colores y parecía que las páginas bailaban al leerlos. Infinitos diseños se juntaban entre las cuatro paredes que formaban mi pequeño hogar.

Estuve durante años en mi estante observando a la gente entrar y llevarse libros y cuadernos de todo tipo. Había varios que entraban con decisión a por alguno de nosotros en concreto, el resto pasaba un rato dando vueltas y toqueteando todo hasta que encontraban uno de su agrado. Todos los días veía pasar a personas y cómo los cuadernos de mi lado desaparecían en sus manos. Pero nunca me cogían a mí. Hasta que un día entró un niño de unos diez u once años, y me eligió. Yo estaba que no cabía en mí de gozo. El pequeño me agarró con sus diminutos deditos temblorosos y me llevó a la caja desde donde eché un último vistazo a mis compañeros de estantería. No volvería a verlos, pero a todo pajarito le toca volar del  nido en algún momento de la vida.

El niño me llevó hasta su casa y me apoyó sobre una mesa. Miró mis hojas en blanco durante un largo instante, haciendo que cada uno de mis folios se agitase de la emoción ante la expectativa de lo que pudiera pasar, para finalmente agarrar un lápiz y apoyarlo sobre la primera página. Empezó a llenarla de soldados, generales, aviones de guerra, tanques… y luego les dio color a todos ellos. Durante meses me llevó a todos lados en su bolsillo y, en cuanto podía, se ponía a llenarme de hermosos trazos llenos de distintas tonalidades y sombras.

Uno de los días que iba en su bolsillo me caí. Me quedé tendido en medio de un parque, viendo cómo poco a poco se alejaba de mí. Él no se dio cuenta. Siguió adelante y allí me dejó. Me quedé en el suelo viendo la afluencia de personas que pasaban por el lugar en el que estaba. Todos corrían de un lado a otro absortos en sus propias ideas, parecían hormiguitas ajetreadas moviéndose constantemente. Ninguno se fijó en mí. Estuve un buen rato ahí escuchando pequeños trazos de conversaciones de quienes pasaban por mi lado, hasta que empezó a llover. La gente corrió para refugiarse en sus casas, en los bares o en cualquier lugar que estuviera techado. Mis páginas comenzaron a humedecerse por los bordes sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Nadie prestó atención a un pequeño cuaderno que estaba tirado en medio del paseo empapándose, sin poder evitar que se mojaran los maravillosos dibujos de su interior.

Hubo un momento en el que noté cómo alguien me levantaba del suelo, me pegaba un par de sacudidas para quitarme gran parte del agua acumulada en mis hojas, y me metía en el bolsillo para llevarme consigo. Al principio pensé que podía ser mi pequeño dueño que, notando mi ausencia, había vuelto a por mí. Pero me equivoqué. El bolsillo era demasiado grande para ser el de un chiquillo.  Más tarde pude comprobar quién era el dueño. Más bien la dueña, pues era una señora que debía rondar los cuarenta, de facciones redondeadas y gesto amable. Con paciencia infinita me secó, me posó delicadamente sobre una mesa, me abrió con cuidado y se puso a ver las pequeñas obras de arte que mi antiguo dueño había dejado en mis páginas. Algunos de mis dibujos se debían haber deteriorado bastante, pero no pareció importarle, pues, según cambiaba de hoja e iba pasando las distintas ilustraciones, una amplia sonrisa comenzó a tomar forma en su rostro.

Miró mis dibujos una y otra vez, iba del primero al último y volvía de  nuevo al primero cautivada por ellos. Tras mucho tiempo observando cogió una pluma y, abriendo por la primera de mis páginas que aún estaba vacía, comenzó a deslizar su pluma sobre ella y se puso a escribir. Debía estar inspirándose en los dibujos puesto que de vez en cuando paraba de redactar para volver atrás y mirar alguno. Después de un buen rato me cerró, apagó la luz de la lámpara situada en la mesa, y se fue. Así transcurrieron las siguientes semanas para mí. Ella venía todos los días, me abría, miraba mis dibujos durante un rato, y vuelta a la redacción. Al cabo de un rato cesaba, cerraba la pluma, apagaba la lámpara y se iba. Jornada tras jornada hermosas letras iban combinándose para llenarme con palabras cargadas de significado que se entrelazaban entre sí para dar forma a una historia. Un día dejó de escribir, me abrió, releyó todo lo que había escrito y con mirada orgullosa únicamente escribió sobre mí la palabra “Fin”. Tras lo que, igual que todos los días, cerró la pluma, apagó la lámpara y se fue. Al día siguiente no apareció, ni el siguiente a ese. No supe de ella en una semana, y llegué a temerme que se hubiera olvidado de mí, lo que me entristeció profundamente.

Para mi alivio volvió a aparecer, pero esta vez no fue para escribir. Me cogió, me metió en el bolsillo donde por primera vez llegué a sus manos y me llevó a un lugar completamente desconocido. Estuve allí varios días pasando de unas manos a otras. En ese tiempo leyeron mi historia muchas personas. Es curioso cómo las letras pueden mover los sentimientos de los seres humanos. Vi cómo las emociones de quienes me leían iban variando según recorrían mis páginas, y pasaban por toda clase de palabras. Palabras que les hacían reír, llorar, emocionarse, compadecerse o enamorarse de alguno de los personajes. Palabras que podían significar todo para ellos o simplemente no ser nada. Pude observar toda clase de reacciones, y eso me llenó más que nada.

Tiempo después comprendí que las manos por las que había pasado eran nada más y nada menos que las de los editores de distintas imprentas. Tuve la grandísima suerte de impresionar a más de uno, y de convertirme en el ejemplar manuscrito de una obra que posteriormente se publicaría. Me sentí lo más grande del mundo. Yo, un pequeño cuaderno de librería, había sido la inspiración para escribir un libro.

El contenido de mis páginas llegó a numerosas personas y  logró mover sentimientos en muchas partes del mundo. Mi autora, como a mí me gustaba llamarla, ganó infinitos premios gracias a la novela que había escrito. Y yo pasé a ser una de sus pequeñas reliquias. Me conservó durante toda su vida, me pasó a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, y así generación tras generación.

Supongo que mi historia no es una de las más impresionantes, ni de las más emocionantes o intrépidas que se podrán oír. Pero me ha llevado a darme cuenta de una cosa. Las palabras mueven el mundo. A pesar de no ser escritor, mi vida ha girado en torno a las letras, y con ello he conseguido mover miles de corazones. Con mis historias les he recordado valores importantes en la vida, les he movido a buscar en lo más profundo de sí y a sacar lo mejor de ellos. Por eso pido a todo el que lea esto que jamás desprecie un cuaderno. Pues, a pesar de ser algo tan simple, puede ser la inspiración para mil historias que cambien la vida de la gente.

 

Lucía Gago Cristóbal

@luciag22