Estamos celebrando los días más señaladas del año: La Navidad. Son fechas de solidaridad, de querer convertir este mundo en un lugar mejor y de celebrar todo lo que nos une. Es una época de alegría, independientemente de las creencias particulares de cada uno, su adscripción o práctica religiosa. Y lo que nadie puede negar es que la Navidad, tal y como se celebra en occidente, tiene sus raíces en el nacimiento de Jesús de Nazaret. Nadie puede negar su peso y relevancia en la construcción de la sociedad actual. No hace falta tener ningún tipo de fe religiosa para saberlo. A pesar de ello, en España nos falta esa determinación y rigor histórico a la hora de reconocer esta herencia y aparecen las ocurrencias políticamente correctas que intentan modelar esta tradición. Así vemos como en Sevilla, por ejemplo, montan un belén igualitario con su Melchor y su Melchora, su Gaspar y su Gaspara, su Baltasar y su Baltasara, o se venden figuras de la Virgen María negra y del Niño Jesús chino.
El asunto, desde luego, tiene un mayor calado, y es que Europa parece que no quiere ser cristiana. Tampoco querría ser musulmana, cierto, pero en religión como en física el vacío absoluto no existe, si no se llena de un gas, se llena de otro. Aquí hay que decidirse: la Media Luna o la Cruz. Y es que si se fijan ustedes, no existen sociedades ateas por mucho tiempo. La URSS, por ejemplo, ha durado menos de un siglo y ya está llena de popes, salmodias e incienso. Y la Europa del siglo XXI, tras un breve paréntesis de nihilismo, se llena de mezquitas y minaretes, porque la gente necesita creer en algo. Países como Francia o Alemania las iglesias, por falta de uso, se han convertido en locales de ocio municipales, museos o discotecas, mientras que cada vez se levantan más mezquitas. ¿Factores? La invasión demográfica del último medio siglo y el envejecimiento de la población autóctona. Y paralelamente, ese extraño odio hacia sí misma que se ha apoderado de la civilización occidental y que diagnosticaba Benedicto XVI.
Estamos en un momento en el que se han dado muchos argumentos para que los españoles renunciemos a la expresión pública de nuestras tradiciones. A mí, desde luego, no me convencen. Esto es como decir que abandonemos nuestra cultura.
El actual régimen político constitucional se establece sobre una sociedad concreta establecida previamente y que no se inventa de cero en 1978, sino que se asienta en siglos de historia y sobre la base de unos elementos culturales y unas tradiciones concretas que, además, nos identifican y diferencian de las otras naciones.
El hecho de reconocer esta realidad no implica que nuestros gobernantes profesen una determinada confesión religiosa, ni con ello se obliga a nadie a pensar de un modo particular, pero sí se respeta a la sociedad a la que se han comprometido a servir, teniendo en cuenta su particular idiosincrasia.
De esta forma, al repasar los antecedentes históricos de España, evidenciamos como en el siglo VIII, cuando todo lo tenía en contra, eligió ser europea y cristiana, y un puñado de astures plantó cara a los árabes. En los territorios ocupados o apostatabas, como explica muy bien el profesor Sánchez Saus en su libro Al Andalus y la Cruz, o podías darte por muerto. Y sin embargo España se empeñó durante ocho siglos en ser cristiana. Las demás territorios, actualmente Francia, Inglaterra o Alemania no podían ser otra cosa que europeas, porque no estaban ocupadas por el islam. En tanto que España eligió. Podía ser un país musulmán y, sin embargo, “prefirió lo que parecía inasequible, irrealizable, casi una utopía”, como apunta Julián Marías en su magnífico ensayo ‘España inteligible’. E hizo la Reconquista.
Esta marea anticristiana que padecemos en nuestros días, sólo se puede contrarrestar consiguiendo que volvamos a ser nosotros mismos, como pedía el papa San Juan Pablo II en su memorable discurso pronunciado en Santiago en 1982: “Yo, Sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una Sede que Cristo quiso colocar en Europa (...) Desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces”.
En fin, que en estas líneas me gustaría invitar a los lectores a que reflexionen sobre quiénes somos y en la verdadera Navidad. También a abrir los ojos a lo que realmente interesa. Como dice Antoine de Saint-Exupéry en su libro El Principito- “sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”. Lo esencial es el nacimiento de Jesús en la humildad de un establo de Belén para salvarnos. ¡Esa es nuestra alegría y nuestro gozo!
Emilio Montero Herrero